viernes, 7 de julio de 2017

Un pésimo argumento contra el catolicismo

A la iglesia se le puede atacar de muchas maneras, tantas cuantas tesis teológicas y principios filosóficos componen su doctrina y su cosmovisión. Asimismo se puede argumentar contra sus enseñanzas morales en la medida en que se desprenden igualmente de principios metafísicos y antropológicos sujetos a crítica racional.

Por otra parte también pueden los oponentes del catolicismo recurrir a la historia y tratar de ver si el catolicismo ha sido perjudicial para la humanidad o si ha aportado elementos valiosos y positivos al ser humano y a la sociedad.

Todas estas formas han sido utilizadas por los anticatólicos de todos los tiempos y de todas las latitudes, y sus argumentaciones han sido cumplidamente respondidas por los católicos, pues nunca han faltado en la iglesia mentes lúcidas capaces de salir en defensa del honor de su madre ofendida. 

Cada época ha renovado los ataques y en cada época la iglesia ha ido asistiendo impávida al funeral de sus enemigos.

Ahora bien, de entre todas las formas posibles de atacar a la iglesia hay una que es particularmente mediocre, aquella que consiste en señalar los malos ejemplos morales de católicos que incumplen con sus deberes de tales.

Hoy son casi pan de cada día los escándalos morales de miembros del clero, desde los curas homosexuales, pederastas o con familia y una doble vida, pasando por los que se ven envueltos en líos de dinero y corrupción económica en general. De estos casos echan mano los anticatólicos para publicarlos con gran aspaviento y concluir que el catolicismo es dañino para la sociedad. Cada vez que algún miembro del clero es sorprendido en alguna conducta inmoral, los enemigos de siempre se lanzan sobre el caso como verdaderas aves de rapiña, con perdón de las aves, y casi con placer pregonan triunfantes la supuesta 'maldad' de la iglesia.

Varias cosas pasan por alto estos personajes:

1) Que malos miembros hay en todas las instituciones, miembros que incumplen los principios de dicha institución y van en contravía de sus enseñanzas. Según esto habría que condenar a todas las instituciones habidas y por haber.

2) Que precisamente los miembros que se alejan del catolicismo en su conducta NO LO REPRESENTAN, es obvio. Y si no lo representan, ¿cómo es que son usados para criticar al catolicismo?

3)  Que así como hay personajes inmorales dentro de la iglesia también hay santos, bastaría con tomar cualquier libro de vidas de santos para conocer un poco de la vida maravillosa que han llevado miles y miles de mujeres, niños, adultos, y ancianos. ¿Por qué se ignoran esos casos y se exaltan los malos? La respuesta es clara: hay una intención de hacer daño, más allá de un interés por la objetividad.

4) Que por este camino la mayoría de las veces lo que dejan claro es su incapacidad para argumentar contra el catolicismo de una forma más elevada. Por lo general el anticatólico culto no recurre a esas estratagemas "argumentativas", sino que se enfoca en aspectos de hondo calado teológico o filosófico. Pero ese es un camino para pocos, pues requiere estudio y disciplina.


En fin...

La mediocridad hoy se posesiona hasta de la forma de atacar al catolicismo. Ante los anticatólicos de hoy uno siente casi que nostalgia por los de ayer, tenían más nivel.


Leonardo Rodríguez


jueves, 6 de julio de 2017

Los tolerantes

La tolerancia es una de esas palabras que arrastran tras de sí un prestigio tan grande, que poco importa que no se sepa su significado, pues basta con el impacto emocional que provoca para garantizar el éxito de todo discurso que apele a ella para ganar adeptos. Y por otro lado basta también con acusar a nuestro contrincante de 'intolerante' para, sin necesidad de argumentar, asegurar nuestra victoria por medio del recurso a las pasiones del auditorio.

Así las cosas la 'tolerancia' viene a ser algo así como un diploma de racionalidad, de madurez, de sentido común y modernidad. Todo aquél que se proclame tolerante será visto de inmediato con buenos ojos y ganará aceptación y audiencia. Y por el contrario, todo aquél que deba cargar sobre sus espaldas con la acusación de intolerancia, deberá resignarse al aislamiento social, a la burla, al insulto, al desprecio y al ostracismo. Tal es la fuerza de la carga emocional que algunas palabras tienen hoy día.

Pero, ¿qué es la tolerancia? Para los modernos la tolerancia es la virtud suprema, la suprema garantía de cordura, madurez y racionalidad. Sin ella el hombre es poco menos que una bestia irracional, fanático, potencial psicópata y antisocial, merecedor del rechazo y la condena social. 

No obstante en este asunto como en otros hemos sufrido sin percatarnos de un proceso de desplazamiento semántico, es decir, un proceso de metamorfosis del significado de una palabra, de tal manera que, dejando la palabra materialmente igual, su sentido ha sido transformado para significar lo que nunca significó.

Porque lo cierto es que la tolerancia no es ni mucho menos una virtud, algo bueno y que mejore o produzca de alguna manera un crecimiento del valor de una persona. Lo anterior porque la tolerancia es la permisión de un mal en vista de la conservación de un bien. Esto sucede cada vez que la eliminación de un mal podría producir al mismo tiempo la eliminación de un bien o su disminución considerable. Como cuando en el evangelio Jesús hablaba del dueño de la cosecha que manda dejar crecer la maleza junto con las plantas buenas, no vaya a ser que al arrancar la maleza se arranquen también algunas buenas yerbas. De manera que se reconoce que la maleza es algo malo, un mal, pero al mismo tiempo se permite que exista no en consideración a ella misma, sino en consideración y por el bienestar de las buenas semillas.

Eso es la tolerancia, no una virtud, sino un mecanismo de protección de un bien que no se quiere lastimar. En este orden de cosas el mal se reconoce como tal, las sociedades saben lo que está mal y lo condenan, PERO lo dejan subsistir en aquellos casos en los que eliminarlo afectaría un bien.

Un ejemplo sencillo de esto eran las antiguas 'casas de tolerancia' que las autoridades permitían instalarse a las afueras de los pueblos. Eran burdeles. Eran evidentemente un mal moral, y así eran vistas y reconocidas. Pero la autoridad no las reprimía sino que las regulaba y las ubicaba en un sitio específico. Obrando así a causa de que su total prohibición provocaría que dicha actividad se comenzara a realizar en la clandestinidad, lo que impediría que las autoridades mantuvieran el control.

Pero todo esto NADA tiene que ver con la tolerancia de los TOLERANTES modernos. La tolerancia moderna pretende que se llame bien al mal y mal al bien, pretende una COMPLETA TRANSFORMACIÓN DE LOS PRINCIPIOS Y DE LOS VALORES DE LA CULTURA OCCIDENTAL.

De manera que ya no se trata para los modernos de soportar un MAL con vista en la protección de un bien, sino de PROMOCIONAR, ALENTAR, FELICITAR, ANIMAR, PROTEGER, etc, conductas que son objetivamente males, obligando a todos a aceptar que el MAL no existe, y que lo importante es la glorificación de la 'libertad' individual.

Por ejemplo la conducta homosexual. Siempre han habido homosexuales, y se les toleraba, no se les perseguía a muerte ni mucho menos, AUNQUE SE RECONOCÍA QUE LA CONDUCTA HOMOSEXUAL ERA INTRÍNSECAMENTE MALA. Pero en vista de la conservación de la paz social y de la posibilidad de que dichas personas cambiaran su estilo de vida con el tiempo, SE LES TOLERABA.

Hoy los tolerantes han cambiado todo y le piden a la sociedad no solo la aceptación, en vista de algún bien, de la homosexualidad, sino que se pide, se exige y se lucha en todas partes por que la conducta homosexual sea vista como una entre tantas, todas igualmente aceptables, valiosas, buenas, etc.

La tolerancia moderna quiere llamar bien al mal y mal al bien.

Y digo que quiere llamar mal al bien porque en su afán de metamorfosis de los valores llegan al extremo de pedir (está sucediendo ya en muchas partes del mundo) la condenación de la doctrina católica por considerarla 'intolerante' y fuente de intolerancia. De manera que el bien quieren llamar mal y al mal bien. 

Por eso la tolerancia moderna de la que tanto nos hablan ya nada tiene que ver con el sentido original de la palabra tolerancia, esta ha sido secuestrada por un particular movimiento ideológico que busca la transformación de la sociedad en el paraíso del nihilismo relativista y hedonista.

Somos tolerantes en el sentido clásico del término. Pero imposible serlo en el sentido moderno, porque ello implica el abandono del orden real de las cosas, donde lo que es bueno es llamado bueno y lo que es malo, malo.

Y por si fuera poco, estos amigos de la moderna tolerancia desatan una persecución desmedida contra sus críticos, contra los defensores de la familia, de la vida, de la fe, etc. Pues paradójicamente los defensores de la 'tolerancia' terminan convirtiéndose en los más intolerantes de todos, no soportan ni el más mínimo atisbo de contradicción a sus ideas y planes sobre la sociedad. 

Por lo tanto tolerantes sí, pero tolerantes clásicos. 


Leonardo Rodríguez


martes, 4 de julio de 2017

El indiferentismo como mal de la inteligencia

Al hombre moderno lo aquejan varios males, espirituales y materiales. Los materiales son los más visibles (guerras, hambre, muerte, enfermedad, pobreza, y un largo etcétera), pero a pesar de ser los más visibles no son los más graves, si tenemos en cuenta que el espíritu es más valioso ontológicamente hablando que la carne.

Los más graves, en una mirada católica de la vida, son los males espirituales. Y digo que en una mirada católica de la vida porque en verdad solo la espiritualidad y la cosmovisión católica de la vida enseña al hombre que lo material es pasajero, que este mundo que tanto nos fascina acaba pronto con la muerte y atrás quedarán todas las vanidades por las que suspirábamos tontamente.

De manera que no es que lo material sea malo, como dirían los maniqueos de todo tiempo, sino que es pasajero y engañoso, y la verdadera tarea del hombre es el cultivo de su alma, medio único con el cual asegurar la verdadera salud del hombre.

Desde esta perspectiva los errores del espíritu cobran una importancia tremenda, porque se convierten en los errores más dañinos y más destructivos. Y dado que eso que llamamos espíritu viene siendo a fin de cuentas el conjunto de vida formado por la inteligencia y la voluntad, en su tendencia hacia la verdad y el bien respectivamente; los errores del espíritu vienen a ser las enfermedades que puedan aquejar a la inteligencia, es decir errores. Y las enfermedades que puedan aquejar a la voluntad, es decir vicios.

Ahora bien, errores que pueden afectar a la inteligencia hay por miles, dado que todo juicio errado acerca de la realidad es de cierta forma un mal de la inteligencia que está hecha para la comprensión de lo real. Como por ejemplo si alguien se equivocara al enunciar la capital de Alemania o la fórmula química del agua. Lo que pasa es que este tipo de errores, con todo y ser errores, no son tan graves que digamos ya que sus consecuencias son pequeñas y además son fácilmente reparables, se puede salir de ese error con solo repasar nuevamente la lección y estar un poco más atento a la próxima.

Pero hay algunos errores que podríamos llamar genéricos, que ya no se refieren a alguna verdad particular, sino que dan nacimiento a toda una cascada de errores que afectan a la vida del hombre, podríamos enumerar algunos como ejemplo: nominalismo, hedonismo, relativismo, escepticismo, agnosticismo, etc.

Pues bien, entre esos errores genéricos que afectan ya no a una verdad particular y nos hacen equivocarnos acerca de dicha verdad, sino que afectan a toda la visión del hombre sobre lo real, hay uno del que poco se habla actualmente: el indiferentismo.

El indiferentismo es fruto del relativismo, es como su consecuencia natural. Al igual que el relativismo también el indiferentismo nace de una debilidad de la inteligencia, que llega a ser incapaz de captar la verdad de las cosas, la realidad, y se hace entonces incapaz de poner cada cosa en su lugar. El indiferentismo es la actitud de aquellos a quienes todo les da lo mismo, todo les parece de igual valor, toda opinión les parece valiosa, toda iglesia les parece igual de aceptable, toda creencia es para ellos igualmente buena.

Se dice entonces que miran estas cosas con 'indiferencia', es decir, no diferencian entre opiniones, iglesias, credos religiosos, posturas, corrientes, idearios, etc. Ya que todo lo meten en un mismo saco y juzgan ser todo igualmente bueno, valioso y aceptable.

A primera vista parece una actitud madura y prudente. Ya que dado que nos equivocamos tan fácilmente pareciera que lo mejor es mantener una actitud de reserva y no comprometernos con ninguna postura por sobre las demás, quedando así a salvo de equivocaciones. El punto es que se trata de una moneda de dos caras, como toda moneda, y si por un lado evitan errores, también terminan evitando aciertos. En otras palabras, el indiferente o indiferentista se aleja del error con su actitud de no pronunciarse sobre nada con firmeza, pero al mismo tiempo se aleja de la verdad, que es la vida de la inteligencia.

El indiferentismo tiene varias fuentes o causas. Por un lado a nivel filosófico proviene de una mala comprensión de lo que es la inteligencia humana. Por lo general hay detrás un empirismo radical que no reconoce la especificidad de la inteligencia y la identifican con la actividad de los sentidos y en últimas del cerebro. Y por este camino se borra de su paisaje mental toda concepción de la inteligencia como facultad de conocimiento, quedando el individuo reducido a su actividad sensorial y cerebral en procura de la adaptación al medio y la supervivencia.

Por ese camino reduccionista y materialista está claro que no queda lugar para debates acerca de la verdad de esta o aquella doctrina religiosa, moral, teológica o filosófica. Todo eso quedará dejado al libre arbitrio de cada quien, al parecer individual, al capricho de cada persona o, en últimas, a lo que el gobierno permita o prohíba con sus leyes.

Por el lado de la voluntad hay también una debilidad a la hora de seguir el verdadero bien humano. Son voluntades doblegadas por los vicios, en especial vicios de la carne. Y una personalidad esclava de los vicios se hace ciega para la comprensión de las verdades abstractas, que son precisamente las de la ética, la filosofía, la teología, la religión, etc. De manera que entonces también por ese lado la persona pierde interés por esos debates y acaba tomando el camino fácil: todo vale lo mismo, todo da lo mismo.

Ese es el indiferentismo, una enfermedad de la inteligencia, fruto del relativismo y de los vicios.

Es uno de los males del hombre actual, produce un cierto cansancio de la inteligencia. Llega uno a encontrar personas tan atrapadas ya por el indiferentismo que la misma idea de sostener una conversación sobre temas 'polémicos' les aburre, les deja indiferentes. Están dedicados a 'vivir la vida', y los debates 'vacíos' se los dejan a los que se quieran interesar en esas cosas, ellos tienen cosas más 'importantes' que hacer.

¿Cuál es el antídoto contra el indiferentismo? El amor por la verdad, el estudio de las sanas doctrinas, la defensa de la inteligencia.

Si no tomamos esto en serio tarde o temprano, por cansancio o por contagio, podríamos terminar también nosotros haciendo parte de la masa de indiferentistas.


Leonardo Rodríguez

lunes, 3 de julio de 2017

El hombre mediocre. (Ernesto Hello)


“Al mediocre le agradan los escritores que no dicen ni sí ni no, sobre ningún tema, que nada afirman y que tratan con respeto todas las opiniones contradictorias.

Toda afirmación les parece insolente, pues excluye la proposición contraria. Pero si alguien es un poco amigo y un poco enemigo de todas las cosas, el mediocre lo considerará sabio y reservado, admirará su delicadeza de pensamiento y elogiará el talento de las transiciones y de los matices.

Para escapar a la censura de intolerante, hecha por el mediocre a todos los que piensan sólidamente, sería necesario refugiarse en la duda absoluta; y aún en tal caso, sería preciso no llamar a la duda por su nombre. Es necesario formularla en términos de opinión modesta, que reserva los derechos de la opinión opuesta, toma aires de decir alguna cosa y no dice nada. Es preciso añadir a cada frase una perífrasis azucarada: “parece que”, “osaría decir que”, “si es lícito expresarse así”.

Al activista de la mediocridad le queda al actuar una preocupación: es el miedo a comprometerse. Así, expresa algunos pensamientos robados a Perogrullo (”Monsieur de la Palisse”, en el original francés), con la reserva, la timidez y la prudencia de un hombre receloso de que sus palabras, por demás osadas, estremezcan al mundo.

Al juzgar un libro, la primera palabra de un hombre mediocre se refiere siempre a un pormenor, habitualmente un pormenor de estilo. “Está bien escrito”, dice él, cuando el estilo es corriente, incoloro, tímido. “Está mal escrito”, afirma él, cuando la vida circula en una obra, cuando el autor va creando para sí un lenguaje a medida que habla, cuando expresa sus pensamientos con ese desembarazo osado que es la franqueza de un escritor.

El mediocre detesta los libros que obligan a reflexionar. Le agradan los libros parecidos a todos los otros, los que se ajustan a sus hábitos, que no hacen romper su molde, que caben en su ambiente, que los conoce de memoria antes de haberlos leído, porque tales libros se parecen a todos los otros que él leyó desde que aprendió a leer.

El hombre mediocre dice que hay algo de bueno y de malo en todas las cosas, que es preciso no ser absoluto en su juicio, etc.

Si alguien afirma categóricamente la verdad, el mediocre lo acusará de exceso de confianza en sí mismo. Él, que tiene tanto orgullo, no sabe qué es el orgullo. Es modesto y orgulloso, dócil frente a Marx y rebelde contra la Iglesia. Su lema es el grito de Joab: “Soy audaz solamente contra Dios”.

El mediocre, en su temor de las cosas superiores, afirma amar ante todo el sentido común; sin embargo no sabe qué es el sentido común. Pues por esas palabras entiende la negación de todo cuanto es grande.

El hombre inteligente eleva su frente para admirar y para adorar; el mediocre eleva la frente para bromear; le parece ridículo todo lo que está encima de él, y el infinito le parece el vacío”.