martes, 29 de diciembre de 2015

Virtud y educación: Martín Echavarría

Finalizando un año más, conviene el retorno a lo esencial, a lo verdaderamente importante. Para ello, deseamos compartir como última publicación del año, un texto del psicólogo argentino Martín Echavarría, muy recomendable. En él, Echavarría aborda el tema de la perfección humana desde una óptica tomista. 


sábado, 5 de diciembre de 2015

Psicología del pecado



La raíz del pecado, o sea, lo que le hace psicológicamente posible, es la defectibilidad de la razón humana, en virtud de la cual el hombre puede incurrir en la gran equivocación de confundir el bien aparente con el real y en la increíble insensatez de preferir un bien caduco y deleznable (el placer que proporciona el pecado) a la posesión eterna del Bien infinito.

Todo pecado, efectivamente, supone un gran error en el entendimiento, sin el cual sería psicológicamente imposible. Como ya dijimos, el objeto propio de la voluntad es el bien, como el de los ojos el color y el de los oídos el sonido. Es psicológicamente imposible que la voluntad se lance a la posesión de un objeto si el entendimiento no se lo presenta como un bien. Si se lo presentara como un mal, la voluntad lo rechazaría en el acto y sin vacilación alguna. Pero ocurre que el entendimiento, al contemplar un objeto creado, puede confundirse fácilmente en la recta apreciación de su valor al descubrir en él ciertos aspectos halagadores para alguna de las partes del compuesto humano (v.gr., para el cuerpo), a pesar de que, por otro lado, ve que presenta también aspectos rechazables desde otro punto de vista (v.gr., el de la moralidad). El entendimiento vacila entre ambos extremos y no sabe a qué carta quedarse. Si acierta a prescindir del griterío de las pasiones, que quieren a todo trance inclinar la balanza a su favor, el entendimiento juzgará rectamente que es mil veces preferible el orden moral que el halago y satisfacción de las pasiones, y presentará el objeto a la voluntad como algo malo o disconveniente, y la voluntad lo rechazará con energía y prontitud. Pero si, ofuscado y entenebrecido por el ímpetu de las pasiones, el entendimiento deja de fijarse en aquellas razones de disconveniencia y se fija cada vez con más ahínco en los aspectos halagadores para la pasión, llegará un momento en que prevalecerá en él la apreciación errónea y equivocada de que, después de todo, es preferible en las actuales circunstancias aceptar aquel objeto que se presenta tan seductor, y, cerrando los ojos al aspecto moral, presentará a la voluntad aquel objeto pecaminoso como un verdadero bien, es decir, como algo digno de ser apetecido; y la voluntad se lanzará ciegamente a él dando su consentimiento, que consumará definitivamente el pecado. El entendimiento, ofuscado por las pasiones, ha incurrido en el fatal error de confundir un bien aparente con un bien real, y la voluntad lo ha elegido libremente en virtud de aquella gran equivocación.


Precisamente esta psicología del pecado, a base de la defectibilidad del entendimiento humano ante los bienes creados, es la razón profunda de la impecabilidad intrínseca de los bienaventurados en el cielo. Al contemplar cara a cara la divina esencia como Verdad infinita y al poseerla plenamente como supremo e infinito Bien, el entendimiento quedará plenamente anegado en el océano de la Verdad y no le quedará ningún resquicio por donde pueda infiltrarse el más pequeño error. Y la voluntad, a su vez, quedará totalmente sumergida en el goce beatífico del supremo Bien y le será psicológicamente imposible desear algún otro bien complementario. En estas condiciones, el pecado será psicológica y metafísicamente imposible, corno lo sería también en este mundo si pudiéramos ver con toda claridad y serenidad de juicio la infinita distancia que hay entre el Bien absoluto y los bienes relativos. El pecado supone siempre una gran ignorancia y un gran error inicial, ya que es el colmo de la ignorancia y del error conmutar el Bien infinito por el goce fugaz y transitorio de un bien perecedero y caduco corno el que ofrece el pecado.


(tomado de "Teología moral para seglares", de Antonio Royo Marín)