miércoles, 23 de octubre de 2013

EL PAPA PÍO XII Y LA DEMOCRACIA



Si existe un término en la lengua política de nuestra civilización que ha pasado a convertirse en un santo y seña ideológica, es el de democracia. Era imposible que un Pontífice pudiera usarlo en una acepción más o menos tradicional sin provocar numerosos malentendidos o una universal agresión publicitaria. Pío XII lo pronunció en algunas ocasiones y trató de colocarlo, de la mejor manera que pudo, en el elenco de las nociones políticas que tienen un sentido preciso. Es mi modesta opinión que perdió lamentablemente el tiempo, porque el término democracia está inevitablemente impregnado de ideologismo y su significación es tan variable y antojadiza como la propaganda de la cual depende de un modo fundamental y necesario.

Convengo en que la política es una realidad fluida y accidental, y aunque se pueden encontrar en ella principios prácticos universales, la adecuación a las muy diferentes situaciones provistas por la historia hace que las formas de la politicidad concreta no respondan nunca a las exigencias de un modelo determinado con anticipación. Uno de esos principios fundamentales hace que no se puede actuar en política sin conseguir, en alguna medida y de alguna manera, el apoyo del pueblo a la gestión de sus gobernantes.

Es indudable que para tener una clara comprensión de este hecho hay que distinguir con claridad entre lo que sucede con un pueblo y aquello que puede acontecer en una sociedad de masas. Un pueblo histórico, en la medida que despliega su dinamismo social conforme a un ritmo de crecimiento natural y espontáneo, se reconoce siempre en las clases dirigentes conque lo provee la historia. La sociedad de masas es hija de la publicidad e incumbe a ésta convencerla de que efectivamente participa en el gobierno porque se la convoca, de vez en cuando, a elegir los representantes seleccionados por la propia propaganda.

El mismo Papa quizá cedió un poco a la solicitud del reclamo publicitario cuando afirmaba que los pueblos “aleccionados por una amarga experiencia, se oponen con mayor energía al monopolio de un poder dictatorial incontrolable y exigen un sistema de gobierno que sea más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos”.

El mismo Papa había visto nacer el fascismo como un movimiento de signo autoritario, exigido, reclamado y proclamado en cuanta oportunidad se tuvo, por la inmensa mayoría de los italianos. Había asistido también como Nuncio Apostólico al nacimiento de la Social Democracia Alemana y no había dejado de percibir la enorme cantidad de votantes que consolidó el poder de Hitler. Sabía mejor que nadie cuál fue la actitud del democratísimo Frente Popular español frente a la Iglesia Católica y por supuesto había coincidido con las medidas de su antecesor Pío XI en apoyar con toda su energía la cruzada del Generalísimo Franco. El Frente Popular francés, dirigido por el judío León Blum, no fue mejor para el cristianismo que el español y si se buscan las responsabilidades sobre el carácter internacional que tomó  la guerra civil española quizá sea el Frente Popular galo el primero que se movió en apoyo de la República Española y la proveyó con los elementos de guerra que precisaba para hacer frente al levantamiento del ejército.

Tampoco ignoraba el Santo Padre que el comunismo se reclamaba de la voluntad del pueblo soberano y se anunciaba desde el Este de Europa como el verdadero rostro de la democracia. Todas estas ambigüedades y contrastes en el uso del término, no le impidieron intentar una aclaración semántica y dar su definición de eso que él entendía por democracia, sin que su intento haya sido más feliz que otros para señalar una realidad que gusta desafiar todas las definiciones.

De acuerdo con el espíritu de la filosofía práctica tradicional, distinguía entre pueblo y masa y asignaba al pueblo el hecho de ser una realidad histórica con vida y modalidad peculiares. Un pueblo poseía una estratificación social que era el resultado de un orden secular de convivencia en un territorio determinado. Tanto sus individuos como sus clases habían alcanzado diversas situaciones en una relación viviente con sus méritos, sus trabajos, sus ambiciones o sus abandonos. Todas  las desigualdades prohijadas por el temperamento, la inteligencia, la laboriosidad, la simpatía, la astucia, el dolo o la honestidad tienden a fijarse y a mantenerse en los niveles logrados gracias a los usos, las costumbres o los prejuicios que favorecen la conservación familiar de las fortunas y los méritos. Los ideales educativos aparecen para que tales desigualdades prohijen obligaciones, deberes y actitudes en consonancia con la posición alcanzada en la sociedad.

Una comunidad humana se convierte en masa cuando desaparecen las jerarquías impuestas por la historia y, bajo el pretexto de una igualación de oportunidades, se destruyen los esfuerzos familiares  y nacen en las tinieblas los poderes ocultos del dinero o los más ostensibles del mérito subversivo. En este clima surge la democracia moderna, es decir, las masas convocadas por los poderes anónimos para enmascarar su propio dominio.

El Papa no quería defender algo tan contrario al espíritu del Evangelio pero, al usar el término democracia y tratar de aclararlo en un contexto plagado de ambigüedades, no hizo más que sumar un elemento de confusión a los muchos que ya existían en el complicado panorama de la época. En un discurso pronunciado en 1946 hacía una seria advertencia a las clases dirigentes de la sociedad señalando las exigencias que les imponía la promoción del bien común y el cuidado de todos aquellos puestos bajo su dirección. No había en sus palabras la menor concesión al espíritu demagógico que imponía siempre el halago a la muchedumbre. Por el contrario, suponía que “la multitud innumerable, anónima, es presa fácil de la agitación desordenada, se abandona a ciegas, pasivamente al torrente que la arrastra o al capricho de las corrientes que la dividen y extravían. Una vez convertida en juguete de las pasiones o los intereses de sus agitadores, no menos que de sus propias ilusiones, la muchedumbre no sabe ya asentar firmemente su pie sobre la roca y consolidarse así para formar un verdadero pueblo, es decir un cuerpo viviente con sus miembros y sus órganos diferenciados según sus formas y funciones respectivas, pero concurriendo todos juntos a su actividad autónoma en el orden y la unidad”.

En ocasión de este discurso aparece nuevamente en boca del Papa la noción de democracia, pero ahora como un claro sinónimo de “res publica” en el sentido preciso y tradicional del término. De otro modo no se podría entender por qué razón alude a la necesidad de que en los pueblos civilizados exista el influjo de “instituciones eminentemente aristocráticas en el sentido más elevado de la palabra como son algunas academias de extenso y bien merecido renombre”.

“También la nobleza —añadía el Papa— pertenece a este número: sin pretender privilegio o monopolio alguno, la nobleza es, o debería ser una de esas instituciones tradicionales fundadas sobre la continuidad de una antigua educación”.

Advertía la dificultad de que una democracia moderna, teniendo en cuenta lo mucho que la revolución había dañado el crecimiento natural de los pueblos, aceptara la existencia de una nobleza condicionada por el nacimiento y la formación espiritual en el seno de una familia.

Exhortaba a los nobles que todavía quedaban en Italia a que merecieran su posición mediante el esfuerzo y el trabajo sobre sí mismos.

“Tenéis detrás de vosotros —les decía— un pasado de tradiciones seculares que representaban valores fundamentales para la vida sana de un pueblo. Entre esas tradiciones de las que os sentís justamente orgullosos, contáis en primer lugar con la religión, la fe católica, viva y operante”.

Al final de su alocución a la nobleza tocaba la nota paternalista, que tanto ofende al espíritu democrático de nuestra época y que coloca su prédica en la justa línea donde estuvieron todos sus predecesores frente a la demolición revolucionaria. Dios es padre y la paternidad es la forma justa en que se desarrolla y se expresa la madurez del hombre. La única protección que pueden tener los débiles en el seno de una sociedad tiene que nacer del espíritu paternal de los fuertes. Ya no se cree en el espíritu ni en los buenos hábitos formados a la luz de la doctrina cristiana. Los que gobiernan consideran más ventajosos los expedientes hipócritas por los que se hace creer a las masas que gobiernan ellas. Se las halaga y se las nutre espiritualmente con utopías, para explotarlas mejor y envilecerlas sin remordimientos.

(escrito de don Rubén Calderón Bouchet)


martes, 22 de octubre de 2013

EL PRINCIPIO DE NO-CONTRADICCIÓN (6)



OTROS  PRINCIPIOS  PRIMEROS  FUNDADOS  EN  EL  DE  NO-CONTRADICCIÓN

Existen algunos otros principios estrechamente vinculados al primero, que veremos brevemente.

a)  El principio de tercero excluido: «no hay medio entre el ser y el no-ser», o «entre la afirmación y la negación no hay término medio». Este juicio significa que una cosa es o no es, sin otra alternativa, y se reduce al principio de no-contradicción: el término medio es imposible, porque debería ser y no ser a la vez, o bien ni ser ni dejar de ser. La utilización de este principio es constante en los razonamientos, por ejemplo, bajo la fórmula «toda proposición necesariamente es o verdadera o falsa».

Aunque el ser en potencia parezca un «intermedio» entre ser y no ser, en realidad, es una situación media entre ser en acto o no ser en acto o no ser en absoluto. Y también para la potencialidad vale este principio: nada puede ser a la vez en acto y en potencia, y, por eso, no hay intermedio entre ser en potencia y no ser en potencia.

b)  El principio de identidad: «el ente es el ente», «lo que es, es lo que es», «el ser es, el no ser no es». Aunque ni Aristóteles ni Santo Tomás hablan de la identidad como primer principio, en ambientes neoescolásticos muchos autores lo mencionan, reduciéndolo casi siempre al de no-contradicción.
En la época moderna se ha concedido gran importancia a este principio, situándolo por encima del de no-contradicción. En muchos casos, sobre todo en los seguidores de Spinoza, con esta ley se intenta afirmar que el mundo es idéntico a sí mismo, homogéneo, no surcado por la división, y que, por tanto, es ilimitado, de forma que no remite a otra causa fuera de sí. Como en el caso de Parménides, pero ahora de modo más radical, esta opinión comporta un panteísmo en el que la criatura sustituye a Dios.


Junto con estos principios fundamentales, a veces se enumeran otros, como el de  causalidad («todo efecto tiene una causa», «todo lo que empieza a ser es causado»), o el de finalidad («todo agente obra por un fin»). En sentido estricto no se trata de primeros principios, ya que en ellos intervienen nociones más restringidas y posteriores a las de ente y no-ente, como son «causa», «efecto», «fin»; por eso presuponen ya el principio de no-contradicción, y tienen un alcance más limitado.

(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)

lunes, 21 de octubre de 2013

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EL PRINCIPIO DE NO-CONTRADICCIÓN (5)



FUNCIÓN  DEL PRIMER  PRINCIPIO  EN  LA  METAFÍSICA                  

Por tratarse de la ley suprema del ente, el principio de no-contradicción juega un papel de primer orden en todo el saber humano teórico y práctico, pues nos impulsa a conocer y a obrar, evitando la incoherencia. Por ejemplo, es contradictorio que Dios sea infinito y que a la vez progrese a lo largo de la historia (concepción hegeliana), y por eso desechamos esa segunda opción; no tiene sentido pensar en el mundo como una materia que se autoproduce (marxismo), pues es contradictorio que algo sea causa de sí mismo.

De modo especial, el primer principio impulsa el conocimiento metafísico, ya que es el juicio fundamental acerca del ente. El principio de no contradicción ayuda a descubrir la estructura interna de los entes y sus causas. Por ejemplo, al advertir el carácter espiritual de las operaciones humanas de entender y querer, nos vemos obligados a concluir que el principio de esos actos -el alma- es también espiritual, porque sería contradictorio que un sujeto material realizase acciones inmateriales; o también, la limitación del ser de todas las cosas del universo conduce, en la Teología natural, a concluir en la existencia de Dios, pues sería una contradicción que un universo con todas las características de lo causado (finitud, imperfección, etc.) no tuviese causa. Es el ser de los entes el que obliga al pensamiento a avanzar y profundizar en su conocimiento de la realidad, evitando toda contradicción.

Nuestra inteligencia obtiene los restantes conocimientos en virtud del principio de no-contradicción. Con todo, conviene advertir que así como las demás nociones están incluidas en la de ente, pero no se obtienen a partir de ella mediante un análisis o deducción, tampoco el primer principio, aunque latente en todos los juicios, permite deducir de él los restantes conocimientos humanos: no se conoce propiamente  a partir del principio de no-contradicción, sino  de acuerdo con él; con sólo este juicio primero, y sin el conocimiento de los distintos modos de ser que nos proporciona la experiencia, el saber no avanzaría. De ahí que el principio de no-contradicción se utiliza casi siempre de modo implícito e indirecto -sin repetirlo cada vez como premisa de un razonamiento-, para desechar lo absurdo y avanzar así hacia las soluciones correctas.

Aunque el cometido del primer principio se irá comprendiendo mejor a lo largo del estudio de la Metafísica, se puede entender un poco ya desde ahora, viendo cómo los filósofos avanzaron impulsados por la necesidad de evitar la contradicción.

Predecesor del relativismo, Heráclito sostenía que la realidad es puro devenir, negando el principio de no-contradicción: nada es, todo cambia. Parménides quiso restablecer la verdad del ente, en contra de la disolución de lo real operada por Heráclito, y formuló la célebre afirmación de que «el ser es, el no-ser no es». Sin embargo, al entender este principio de manera rígida e inflexible, rechazó todo no-ser, incluso relativo, declarando así imposible la limitación, la multiplicidad, el cambio, etc., y concluyendo que la realidad es un único ente inmóvil y homogéneo.


Platón desarrolló una metafísica que, al admitir la realidad de la privación y al hacer del mundo sensible una participación del mundo de las Ideas, acogía en el ámbito del ser al mundo limitado. Sin embargo, es Aristóteles quien determinó el verdadero sentido del no-ser relativo que hay en las cosas, al descubrir un principio real de limitación: la potencia; y así llegó a formular de manera más matizada la exigencia de la no-contradicción: «algo no puede ser y no ser  a la vez y  en el mismo sentido».

(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)

domingo, 20 de octubre de 2013

EL PRINCIPIO DE NO-CONTRADICCIÓN (4)



EVIDENCIA DE ESTE PRINCIPIO Y SU DEFENSA «AD HOMINEM»

Por ser el primer juicio,  este principio no admite una demostración a partir de otras verdades anteriores. Su indemostrabilidad, sin embargo, no es un signo de imperfección, sino al contrario, porque cuando una verdad es patente por sí misma, no es necesario ni posible probarla. Sólo requiere ser demostrado lo que no es evidente de forma inmediata. Además, si todas las afirmaciones tuvieran que probarse a partir de otras, nunca llegaríamos a unas verdades manifiestas por sí mismas, y todo el saber humano estaría infundado.

DEFENSA DEL PRIMER PRINCIPIO ANTE SUS NEGACIONES

Aunque el principio de no-contradicción no se puede demostrar recurriendo a otras evidencias más básicas, que no existen, sí cabe defenderlo de forma indirecta, poniendo de manifiesto las incoherencias en que incurre quien lo niega. Estos argumentos tienen un valor indudable, pero no son propiamente demostraciones, pues la fuerza y la certeza del principio no se deriva de ellos, sino de la aprehensión natural y espontánea del ente; son sólo una defensa contra los que lo niegan. Veamos algunas de las argumentaciones que Aristóteles da en su Metafísica:

a) Para negar este principio habría que rechazar todo significado del lenguaje: si «hombre» fuese lo mismo que «no hombre», en realidad no significaría nada; cualquier palabra indicaría todas las cosas o no designaría ninguna; todo sería lo mismo. Resultaría imposible, entonces, cualquier comunicación o entendimiento entre las personas. De ahí que cuando alguien dice una palabra, ya está admitiendo el principio de no-contradicción, pues sin duda pretende que ese término significa algo determinado y distinto de su opuesto; en otro caso, no hablaría (cfr. Metafísica, IV, c.4).

b) Llevando hasta sus últimas consecuencias esta argumentación  ad hominem, Aristóteles afirma que quien desecha el primer principio debería comportarse como una planta, porque incluso los animales se mueven para alcanzar un objetivo con preferencia sobre otros; por ejemplo, al buscar alimentos (cfr.  Ibidem).
c) Además, negar este principio supone aceptarlo, pues al rechazarlo se concede que no es lo mismo afirmar que negar: si se sostiene que el principio de no-contradicción es falso, se admite ya que lo verdadero no es igual a lo falso, aceptando así el principio que se quiere eliminar (cfr. Metafísica, XI, c.5).

EL RELATIVISMO CONSIGUIENTE A LA NEGACIÓN DEL PRIMER PRINCIPIO

A pesar de su evidencia, el principio de no-contradicción ha sido negado en la antigüedad por diversas escuelas (Heráclito, sofistas, escépticos) y en la época moderna de modo más radical y consciente, por ciertas formas de filosofía dialéctica (marxismo) y de relativismo historicista. Son doctrinas que reducen la realidad a puro devenir: nada  es, todo cambia. De este modo rechazan la naturaleza estable de las cosas, los entes, la consistencia del acto de ser y sus propiedades. No hay entonces un punto de referencia firme ni un principio de verdad absoluta, y se sostiene que doctrinas opuestas entre sí son igualmente válidas: no es más verdadera una afirmación que su contraria.


Una vez desechado el ente, se suele erigir la subjetividad humana como único punto de apoyo de la verdad. Lo constitutivo de la realidad sería su referencia a cada individuo: el ser de las cosas se reduce a su ser-para-mí, a la particular valoración y uso que cada persona puede hacer de ellas en los diversos instantes de su vida. Por eso, todas las negaciones del principio de no-contradicción a lo largo de la historia del pensamiento se han caracterizado por un relativismo subjetivista, que atenta contra la vida humana en sus vertientes teórica y práctica. Es sobre todo en el ámbito de la vida moral donde se advierte con mayor claridad la importancia del primer principio, pues al negarlo, realidades como el matrimonio o la sociedad, por ejemplo, no tendrían una naturaleza propia ni unas leyes estables, sino que dependerían del sentido que les confieran los hombres a su arbitrio; desaparece también la distinción objetiva entre lo bueno y lo malo, y por consiguiente el primer principio en el orden del obrar humano, que prescribe hacer el bien y evitar el mal; quedaría como único motivo y norma de actuación el «yo quiero hacer esto».

(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)

sábado, 19 de octubre de 2013

EL PRINCIPIO DE NO-CONTRADICCIÓN (3)



CONOCIMIENTO  INDUCTIVO DEL PRIMER PRINCIPIO

El principio de no-contradicción es conocido de manera natural y espontánea por todos los hombres, a partir de la experiencia. Constituye un juicio  per se notum ómnibus, es decir, manifiesto por sí mismo a todos, pero no es una sentencia innata que el entendimiento poseería ya antes de empezar a conocer, ni una especie de esquema intelectual para comprender la realidad.

Para emitir este juicio es necesario conocer con anterioridad sus términos, ente y no-ente, nociones, que captamos sólo cuando, a través de los sentidos, la inteligencia entiende la realidad externa y aprehende, por ejemplo, el papel (ente), y la máquina de escribir como  distinta de aquél (no-ente). Tratándose de las dos primeras nociones que formamos, todos los hombres conocen necesariamente y de modo inmediato esta ley de la no-contradicción.


Como es natural, en los inicios del conocer este principio no se expresa en su formulación universal -«es imposible ser y no ser»-, pero sí se conoce con toda su fuerza y se actúa de acuerdo con él; por ejemplo, un niño sabe muy bien que no es lo mismo comer que no comer, y obra en consecuencia.

(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)

viernes, 18 de octubre de 2013

EL PRINCIPIO DE NO-CONTRADICCIÓN (2)



DIVERSAS FORMULACIONES DEL PRINCIPIO DE NO-CONTRADICCIÓN

El primer principio es, ante todo, un juicio acerca de la realidad. Por eso,  las formulaciones más profundas de este principio son las de carácter metafísico, es decir, las que se refieren directamente al ser de las cosas; como, por ejemplo, «es imposible que una misma cosa sea y no sea» o «es imposible que una cosa, al mismo tiempo sea y no sea». No se afirma sólo que «lo contradictorio es impensable», ya que  el principio de no-contradicción es la ley suprema de lo real, no un axioma o postulado de la mente para interpretar la realidad: es el ente mismo el que no es contradictorio.

Pero como nuestra inteligencia conoce la realidad tal como es,  el primer principio del ente es, de modo derivado, una ley del pensamiento, la primera ley lógica. De ahí que encontremos otras formulaciones de carácter lógico, que se refieren más bien a nuestro conocimiento del ente: por ejemplo, «es imposible que las afirmaciones contradictorias respecto de un mismo objeto y al mismo tiempo sean verdaderas».


La inteligencia está sometida al principio de no-contradicción: no puede conocer al ente como contradictorio, porque no lo es. Ciertamente, es posible contradecirse al pensar o al hablar, pero esto sucede sólo en la medida en que nos apartamos de la realidad, por un defecto de nuestro razonamiento; y cuando alguien nos hace ver la incoherencia en que habíamos caído, tendemos a rectificar inmediatamente porque, aunque cabe afirmar algo contradictorio, no es posible entenderlo.

(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)

jueves, 17 de octubre de 2013

EL PRINCIPIO DE NO-CONTRADICCION (1)



En el conocimiento humano existen unas verdades primeras, que son fundamento de todas las demás certezas. Así como «ente» es la primera noción de nuestra inteligencia, incluida en cualquier idea posterior,  hay también un juicio naturalmente primero, que está supuesto en todas las demás proposiciones: «es imposible ser y no ser a la vez y en el mismo sentido». Así, por ejemplo, al afirmar que una cosa es de tal modo, se presupone, en efecto, que no es lo mismo ser eso que no serlo: si decimos que ayudar a los demás «es» bueno, es porque no es lo mismo «ser bueno» o «no serlo».

Aunque se utilice en todos los sectores del saber humano, este principio básico hace referencia al ser, y por eso corresponde a la metafísica, ciencia del ente en cuanto tal, poner de manifiesto todo su alcance. Al considerar esta verdad suprema, estamos ahondando en una de las características más evidentes y fundamentales del ser.

Ese juicio primero se llama principio de no-contradicción, porque expresa la condición fundamental de las cosas, es decir, que no pueden ser contradictorias. Este principio se funda en el ser, y expresa su misma consistencia y su oposición al no-ser.

Conocemos este hombre, esa montaña, aquel animal, percibiendo a cada uno como algo que es, como un ente. A continuación se alcanza la idea de «negación de ente» o «no-ser»; con ocasión de que advertimos, por ejemplo, que un objeto que estaba aquí, ahora ya no está, o que este perro no es aquel otro, la inteligencia forma la primera noción negativa, la idea de no-ente.

Una vez aprehendido a partir de las cosas el no-ser, entendemos que un ente no puede ser y no ser, a la vez y en el mismo sentido: el principio de no-contradicción expresa así la incompatibilidad radical entre ser y no-ser, fundada en que el acto de ser confiere a todo ente una perfección real, auténtica, que se distingue absolutamente de estar privado de ella.

Se dice «a la vez», porque no hay contradicción por ejemplo, en que las hojas de un árbol sean verdes en una época del año, y marrones o rojizas en otra. Se añade «en el mismo sentido», pues no es en absoluto contradictorio, pongamos por caso, que un hombre sea sabio en unas materias e ignorante en otras.


Aunque parezca muy obvio, este principio tiene, como veremos, una importancia fundamental en el conocer humano, tanto espontáneo como científico, y en las acciones de la vida, ya que constituye el primer presupuesto de la verdad de nuestros juicios.

(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)

miércoles, 16 de octubre de 2013

Etienne Gilson: sobre la verdad.



Hoy  es  corriente  objetar  a  esa  concepción  que  la  noción de  una  verdad-copia  no  resiste  el  examen,  puesto  que  el  intelecto no  puede  comparar  la  cosa  tal  cual  es,  y  que  no  se  le  alcanza,  con  la cosa  tal  cual  se  la  representa,  única  que  él  conoce . Me  atrevo  a decir  que  si  eso  es  todo  lo  que  el  idealismo  moderno  puede  reprochar  al  realismo  medieval,  aquel  ni  siquiera  se  da  cuenta  de  lo  que puede  ser  un  realismo  verdadero.  Sin  duda,  la  costumbre  que  se  ha tomado,  desde  Descartes,  de  ir  siempre  de  la  mente  al  ser,  invita a  interpretar  la  “adaequatio  rei  ad  intellectus”  como  si  se  tratase  de comparar  la  representación  de  una  cosa  a  ese  fantasma  que  es  para nosotros  la  cosa  fuera  de  toda  representación.  Es  fácil  juego  denunciar  las  contradicciones  sin  número  en  que  incurre  la  epistemología cuando  entra  en  esa  vía,  pero  es  justo  añadir,  pues  es  un  hecho, que  la  filosofía  medieval  clásica  no  entró  en  ellas.  La  verdad  de  que esta  habla  es  ciertamente  la  del  juicio,  pero  el  juicio  no  es  conforme a  la  cosa  sino  porque  el  intelecto  que  lo  expresa  se  volvió  primero conforme  al  ser  de  la  cosa.  Es  su  esencia  misma  poder  llegar  a  ser todo  por  modo  inteligible.  De  modo  que  si  puede  afirmar  que  una cosa  es,  y  que  es  esto  en  vez  de  aquello,  es  porque  el  ser  inteligible de  la  cosa  se  ha  hecho  suyo.  Sin  duda,  no  encontramos  nuestros  juicios  en  las  cosas,  y  precisamente  por  eso  no  son  infalibles,  pero  en las  casas  encontramos  al  menos  el  contenido  de  nuestros  conceptos, y  si,  en  condiciones  normales,  el  concepto  representa  siempre  tal  cual es  lo  real  aprehendido,  es  porque  el  intelecto  sería  incapaz  de  producirlo  si  él  mismo  no  hubiese  llegado  a  ser  la  cosa  que  el  concepto expresa  y  sobre  la  esencia  de  la  cual  el  juicio  debiera  regirse  siempre.

Resumiendo:  la  adecuación  que  el  juicio  establece  entre  la  cosa  y  el intelecto  presupone  siempre  una  adecuación  anterior  entre  el  concepto y  la  cosa,  que  a  su  vez  se  funda  en  una  adecuación  real  del  intelecto con  el  objeto  que  le  informa.  Así,  pues,  en  la  relación  ontológica primitiva  del  intelecto  al  objeto  y  en  su  adecuación  real  se  encuentra, si  no  la  verdad  en  su  forma  perfecta  que  solo  aparece  con  el  juicio, al  menos  la  raíz  de  esa  igualdad  de  la  que  el  juicio  toma  conciencia y  expresa  en  una  formula  explicita.


El  vocablo  verdad  presenta,  pues,  tres  sentidos  diferentes,  aunque estrechamente  vinculados,  en  la  filosofía  de  Santo  Tomas:  un  sentido  propio  y  absoluto,  y  dos  sentidos  relativos.  En  un  primer  sentido relativo,  el  vocablo  "verdadero"  designa  la  condición  fundamental sin  la  cual  ninguna  verdad  sería  posible,  es  decir,  el  ser.  En  efecto, no  puede  haber  verdad  sin  una  realidad  que  pueda  ser llamada  verdadera  cuando  se  halle  en  relación  con  un  intelecto.  En  este  sentido es,  pues,  exacto decir  con  San Agustín  que  lo  verdadero  es  lo  que  es: verum  est  id  quod  est.  En  el  sentido  propio,  la  verdad  consiste  formalmente  en  el  acuerdo  ontológico  del  ser  al  intelecto  es  decir  en la  conformidad  de hecho  que  se  establece  entre  ellos,  como se  establece  entre  el ojo  y  el  color  que  él  percibe ;  es  lo  que  expresa  la definición clásica  de  Isaac  Israeli:  veritas  est  adaequatio  rei  et  intellectus,  o  también  la  de  San  Anselmo,  repetida  por  Santo  Tomas: veritas  est  rectitudo  sola mente  perceptibilis,  pues  adecuación  de  hecho es la  rectitud  de  una mente  que  concibe  que  lo  que  es  es,  y  que  lo que  no, es  no  es.  Por  último  llega  la  verdad  lógica  del  juicio,  que no  es  sino  la  consecuencia  de  esta  verdad  ontológica:  et  tertio  modo definitur verum  secundum  effectum  consequentem,  de  modo  que  el conocimiento  es  aquí  la  manifestación  y  la  declaración  del  acuerdo ya  realizado  entre  el  intelecto  y  el  ser:  el  conocimiento  resulta  y surge  literalmente  de  la  verdad  como  un  efecto  de  su  causa,  y  por eso,  fundado  en  una  relación  real,  no  tiene  por qué  preguntarse cómo  alcanzar  la  realidad.

(tomado de "El espíritu de la filosofía medieval")

martes, 15 de octubre de 2013

6 volúmenes con las vidas de los santos


Este es un santoral, es decir, una colección de biografías de santos, para leer ojalá en familia. Hoy que se nos proponen tantos falsos modelos a imitar, debemos recuperar como verdaderos modelos a esos hombres y mujeres que la Iglesia reconoce como santos, es decir, como personas grandes por su virtud y su entrega a Dios.










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SIGNIFICADO DEL VERBO SER COMO CÓPULA EN EL JUICIO



Acabamos de ver que el término ser, en su significado principal, expresa el acto más radical del ente  (actus essendi), la propiedad fundamental de cualquier realidad. En este sentido podemos decir, por ejemplo, «Pedro es», «yo soy», los «entes son».

Aunque el ser no es exactamente lo mismo que el existir, sin embargo para expresar que «Pedro es», habitualmente decimos «Pedro existe».

Además de este significado fundamental, el ser aparece como verbo de continuo en el lenguaje, formando parte de todos los juicios con la función de unir el sujeto y el predicado. Unas veces se presenta explícitamente («esta ley  es incompleta», «mañana  es domingo»), y otras de manera implícita («hoy hace sol», «Juan camina», que equivalen a «hoy  es un día en que brilla el sol» y «Juan es caminante»). Esta es la llamada función copulativa del verbo ser, que actualmente es la más utilizada.

En el uso del verbo ser como cópula, cabe distinguir varios aspectos:

a)  El ser expresa la composición de sujeto y predicado en cualquier enunciado que hace la mente. Por ejemplo, en la proposición «el caballo es veloz», el  “es” une el predicado veloz al sujeto gramatical caballo. En esta acepción el  ser no es algo en la realidad, sino sólo en el acto de la inteligencia que juzga. En este sentido, el ser sirve también para hacer juicios sobre cosas que no son reales, o incluso une sujeto y predicado en juicios falsos, como cuando decimos, por ejemplo, que el hombre es irracional.

b)  El ser sirve para expresar que una perfección pertenece a un sujeto: en «el lápiz  es negro» el  “es” indica que el color negro afecta actualmente al lápiz.

c)  Además, el ser del juicio significa también que esa atribución del predicado al sujeto corresponde verdaderamente a la realidad, es decir que es verdad lo que se afirma en una proposición. Para indicar esta función del verbo ser, se habla del ser como verdadero. Así, cuando se quiere expresar que algo no es verdadero, se dice que no es; y si una determinada composición de sujeto y predicado no es conforme a la realidad, es decir es falsa, decimos que no es.

Estos tres aspectos están íntimamente unidos en cada juicio. Así, cuando decimos que «la tierra es redonda» hacemos una composición en el lenguaje, al unir el predicado «redondo» al sujeto «tierra» indicamos la pertenencia de la «redondez» a la tierra y, por último, expresamos que esto es verdad.


Esta función copulativa del término ser, se fundamenta en su significado principal de ser como acto. Como hemos visto, el ser es el acto constitutivo de todas las perfecciones sin el cual ninguna de ellas sería. De ahí que para expresar que una perfección se da en un sujeto acudamos al verbo ser.

(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)

lunes, 14 de octubre de 2013

¿Libertad religiosa?



En rigor, no hay Estado  si  éste no  es  laico, porque no hay  rigurosa soberanía estatal donde se reconoce una  legalidad  trascendente y una  autoridad  religiosa  que  la  recuerde  con  una  validez  que  se imponga a  la legalidad del derecho positivo. Por ello los defensores del Estado  liberal pugnaron durante  todo  el  siglo XIX y XX para que los países católicos adoptaran el régimen de libertad religiosa. No como un sistema equivalente a la antigua tolerancia de derecho  común  de  las  comunidades  disidentes  en  los  países  de religión  tradicional  y  mayoritaria,  sino  como  un  principio  de derecho constitucional acompañado siempre, inmediata o consecutivamente, de la pérdida de la unidad religiosa y de la “licuefacción” de  la  fe y moral cristiana  ambiental. De  tal modo que  las variables  “Estado  en  construcción”  y  “libertad  de  conciencia” sumadas a la “libertad religiosa” han tenido como resultado necesario el Estado moderno esencialmente laico.


(tomado de "LA LIBERTAD MODERNA DE CONCIENCIA Y DE RELIGIÓN Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO.
UNA APELACIÓN A NUESTRO PRESENTE HISTÓRICO" de JULIO ALVEAR TÉLLEZ)

Magisterio pontificio y libertad religiosa



Es  un  dato  conocido  que  el Magisterio  Pontificio  del  siglo XIX rechazó no sólo la  libertad moderna de conciencia y de religión sino también el “derecho nuevo” que el Estado se empeñó en construir. El Pontificado vio con agudeza que esas libertades y este derecho se alimentaban del subjetivismo, del escepticismo metafísico, del naturalismo y del indiferentismo religioso.  Con especial autoridad, tanto el Syllabus de Pío IX como el Concilio Vaticano I dieron cuenta de ello, y advirtieron sus peligros para  las naciones cristianas.

Pero quizás no  exista  en  la doctrina de  la  Iglesia otra página igual a la que León XIII escribió en lo que llamó su “testamento”, la encíclica “Annum ingressi”, en donde hace una síntesis ejemplar, que a  la vez es un diagnóstico y una previsión, del significado del avance de la libertad de conciencia, de religión y del Estado en el mundo moderno. No está demás citar sus palabras: 

“Del filosofismo orgulloso y mordaz del siglo XVIII (...) brotaron  los  funestos  y  deletéreos  sistemas  del  racionalismo  y  del panteísmo, del naturalismo y del materialismo (...). Doctrinas tan funestas  pasaron,  desgraciadamente,  como  estáis  viendo,  de  la esfera de  las ideas a  la vida exterior y a  los ordenamientos públicos. Grandes  y poderosos Estados  van  traduciéndolas  continuamente a  la práctica, gloriándose de capitanear de esta manera los progresos de la civilización. (...) se consideran desligados del deber de honrar públicamente a Dios, y sucede con demasiada frecuencia  que,  ensalzando  a  todas  las  religiones,  hostilizan  a  la  única establecida por Dios .

Todos  son  testigos de que  la  libertad, cual hoy  la entienden, concedida indiscriminadamente a la verdad y al error, al bien y al mal, no ha logrado otra cosa que rebajar cuanto hay de noble, de santo, de generoso...  rotos  los vínculos que  ligan al hombre con Dios, absoluto y universal  legislador y  juez, no se  tiene más que una apariencia de moral puramente civil, o, como dicen, independiente, la cual, prescindiendo de  la razón eterna y de  los divinos mandatos,  lleva  inevitablemente  por  su  propia  inclinación,  a  la última  y  fatal  consecuencia  de  constituir  al  hombre  ley  para  sí mismo”.

Es notable cómo el Papa destaca en una misma conjunción la obra  de  demolición  realizada  por  el  Estado  moderno  y  por  la libertad de conciencia, y el proceso de edificación de la modernidad política operada por ambos, con el resultado común –“la última y  fatal consecuencia”– de constituir al hombre en  ley para  sí mismo. Para  llegar a  tal resultado, que es primariamente social y de ahí su fatalidad, no se le escapa a León XIII la función indiferentista de la libertad religiosa.


El Pontífice concluye con palabras muy  fuertes. Una especie de advertencia profética a  la  sociedad. “Adoramos a Dios misericordiosamente justo y le suplicamos al mismo tiempo que se apiade  de  la  ceguera  de  tantos  y  tantos  hombres  a  los  cuales  por desgracia es aplicable el pavoroso lamento del Apóstol: ‘el Dios de este mundo cegó las inteligencias de los infieles para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo’ (2 Cor. 4,4)”.


(tomado de "LA LIBERTAD MODERNA DE CONCIENCIA Y DE RELIGIÓN Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO.
UNA APELACIÓN A NUESTRO PRESENTE HISTÓRICO" de JULIO ALVEAR TÉLLEZ)

El SER, ACTO DEL ENTE



Ahora vamos a considerar el elemento principal del ente, que es su ser. El significado de  ser es evidente para todos, sin que sea necesaria -ni posible- una privilegiada intuición del ser; pero eso no impide un mayor esclarecimiento de su sentido por parte de la metafísica.

Se trata de una primera aproximación, pues este tema podrá considerarse con mayor profundidad más adelante. La peculiaridad de la cuestión del ser radica en que  todo es, es decir, no hay ninguna realidad que no sea; sin embargo, ninguna de las cosas creadas es ser puro, sino que consisten en modos determinados de ser, en realidades que  son, pero no son  el ser. De esta manera, el ser se manifiesta como una propiedad o acto del ente: el ente no es ser solamente, sino que  tiene ser. Aquí se intenta determinar algunos rasgos del ser como acto del ente.

a)  El ser es un acto, una perfección de las cosas. Aunque en la vida corriente llamamos «actos» a las acciones u operaciones (acto de ver, leer, caminar), en metafísica se designa con el nombre de acto a cualquier perfección o propiedad de las cosas. En este sentido, por ejemplo, una rosa blanca es una flor que tiene la blancura como un acto que le otorga una determinada perfección. De modo semejante, el «es» de las cosas indica una perfección tan verdadera como el «vivir» para los vivientes. Sin embargo, se trata evidentemente de un acto peculiar, como veremos enseguida.

b)  El ser es un acto universal. No es algo exclusivo de un tipo de realidades, como lo son el acto de correr o de entender, sino que todas las cosas son: sin ser no habría nada. De cualquier objeto del universo, sea el que sea, siempre habrá que decir que es: este pájaro es, las nubes son, el oro es...

c)  El ser es un acto total: abarca todo lo que las cosas son. Mientras las demás perfecciones son parciales, porque indican diversos aspectos o partes del ente, ser contiene todo lo que una cosa posee, sin excluir absolutamente nada.  Leer no expresa la integridad de perfección del lector;  ser, en cambio, es acto de todas y cada una de las partes de la cosa: si un árbol es, todo él es, con todos sus aspectos y elementos, pues su color es, su forma es, su vida y su crecimiento  son; todo en él participa del ser. En este sentido, el ser comprende la totalidad del ente.

d)  El ser es el acto constitutivo y más radical: aquello por lo que las cosas son. Así como la esencia es lo que hace que una cosa sea de un modo u otro (león, hombre, silla), el ser es lo que hace que las cosas sean. Esto puede mostrarse con diversas razones:

-  por la comunidad del ser: siendo distintas unas cosas de otras, aquello que hace que todas ellas  sean, no puede radicar en sus principios de diversidad -su esencia, sus accidentes variados, etc.-, sino precisamente en aquel acto en el que convienen: el ser;

-  por la prioridad de naturaleza del ser: cualquier acción o propiedad de las cosas presupone un sujeto ya constituido, que es previamente; en cambio, el ser es el presupuesto de toda acción y de todo sujeto, ya que sin ser, nada sería; el ser no es un acto derivado de lo que son las cosas, sino precisamente lo que hace que sean;

-  por exclusión: ninguna propiedad física, biológica, etc., de las cosas (su energía, su estructura molecular o atómica) puede hacer que éstas sean, pues todas esas características, para producir sus efectos, antes tienen que ser.

En definitiva,  el ser constituye el acto primero y más íntimo del ente, que desde dentro confiere al sujeto toda su perfección.

Así como el alma informa al cuerpo y le da vida, de modo análogo el ser actualiza intrínsecamente a cada cosa, haciendo que sea; el alma es principio vital, y el ser es principio de entidad o de realidad de las cosas.

Transcribimos a continuación algunas formulaciones de Santo Tomás sobre el acto de ser:

«El ser es lo más perfecto de todo (...), es la actualidad de todos los actos (...) y la perfección de todas las perfecciones» (De potentia, q.7, a.2, ad 9). Pues cualquier acto o perfección antes debe ser, es decir, ha de tener previamente el acto de ser; de lo contrario, nada sería.

«El mismo ser es lo más perfecto de todas las cosas, pues se relaciona con todas como su acto. Nada posee actualidad sino en cuanto es; por eso, el ser mismo es la actualidad de todas las cosas, incluso de las mismas formas (substanciales o accidentales)» (Summa Theologiae, I, q.4, a.l, ad 3).


«El ser es lo más íntimo de cualquier cosa, y lo que más profundamente está en todas, ya que es formal (acto, algo que informa o actúa) con respecto a todo lo que hay en una cosa» (Summa Theologiae, I, q.8, a.l).


(tomado del libro cuya imagen encabeza la entrada)