sábado, 25 de mayo de 2013

Retratos de Lutero, fundador del protestantismo



Empezando por Lutero, verdadero fundador del Protestantismo, he aquí cómo se expresa hablando de sí mismo. Confiesa que "cuando era católico pasaba su vida en la austeridad, en las vigilias, en los ayunos y en la oración, guardando siempre pobreza, castidad y obediencia”. Pero una vez hecho reformador, o sea protestante, se convirtió en un hombre enteramente distinto. En prueba de ello, continúa diciendo: "que así como no depende de su voluntad el no ser hombre, tampoco está en su mano vivir sin mujer, y que no puede prescindir de ella, como no puede dejar de satisfacer las más bajas necesidades de la naturaleza”.

Veamos ahora el juicio que formaba de él su contemporáneo Enrique VIII, quien a pesar de hallarse preso en las mismas redes, y de haberse dejado arrastrar por los mismos vicios hasta caer en la apostasía, llega a escandalizarse del libertinaje de Lutero: "Ya no me admiro de que verdaderamente no tengas vergüenza, y te atrevas a levantar los ojos ante Dios y ante los hombres, por haber sido tan ligero y voluble, que te dejaras llevar por instigación del demonio a tus más insensatas concupiscencias. Tú, fraile de san Agustín, has abusado, en primer lugar, de una virgen sagrada, que en otros tiempos habría expiado su delito con ser sepultada viva, y tú con ser azotado hasta morir. Y lejos de arrepentirte ¡cosa execrable! la has tomado públicamente por mujer, contrayendo con ella nupcias incestuosas, y abusando de la pobre y miserable doncella con escándalo del mundo, con reprobación y oprobio de tu nación, con desprecio del santo matrimonio y con injuria y vilipendio de los votos hechos a Dios. Finalmente, ¡y es lo más execrable! en vez de sentirte abatido y lleno de sentimiento y de vergüenza por tu incestuoso matrimonio, tú, ¡miserable! haces alarde de eso, y en vez de implorar el perdón de tus miserables delitos, provocas con tus cartas y escritos a todos los religiosos a que hagan otro tanto lo mismo”.

Conrado Reiss, de la secta de los sacramentarios, y contemporáneo también de Lutero, decía de él: "Dios, para castigar el orgullo y la soberbia que se descubre en todos los escritos de Lutero, ha retirado de él su Espíritu, y le ha entregado al espíritu del error y de la mentira, que siempre poseerá a los que siguen sus opiniones mientras que no se retracten de ellas”.

No muy diferente es la pintura que hace del doctor de Wittemberg la llamada iglesia de Zurich, respondiendo a la Confesión de Lutero en la página 61: "Lutero, dice, nos mira como una secta execrable y condenaba; mas mire bien si no es él quien se declara heresiarca, por lo mismo que no quiere ni puede asociarse a los que confiesan a Jesucristo. ¿Y cómo no, cuando es un hombre que se deja arrastrar por el demonio a toda clase de torpezas? ¡Qué sucio es su lenguaje, y cuan llenas de demonios infernales son sus palabras! Dice que el diablo habita en el cuerpo de los zuinglianos; que de nuestro seno endiablado, sub-endiablado y súper-endiablado no se exhalan sino blasfemias, y que nuestra lengua no es más que una lengua mentirosa, puesta a disposición de Satanás, rociada, bañada y empapada en su veneno infernal. ¿Han salido alguna vez semejantes palabras de la boca de un demonio, por muy furioso que estuviera? Él ha escrito todos sus libros por impulso del demonio y bajo la inspiración de Satanás, con quien se halla en comunicación, y cuyos poderosos argumentos le han convencido en la lucha que, según dice, ha sostenido con él.

Zuinglio hace la descripción de Lutero en las siguientes palabras: "Ved cómo se esfuerza Satanás por apoderarse por completo de este hombre. No es raro el verle contradecirse de una página a otra. Al verle entre los suyos le creeríais poseído de una falange de demonios”.

Erasmo nos le pinta con los rasgos siguientes: “Las gentes de bien no pueden menos de lamentarse del cisma funesto que has introducido en el mundo con tu arrogancia desenfrenada y sediciosa. Lutero empieza a perder las simpatías de sus discípulos hasta el punto que muchos de ellos le tratan de hereje, y afirman que despojado del espíritu del Evangelio, ha sido abandonado a los delirios del espíritu humano”.

He aquí, por último, cómo nos le representa Calvino: "Verdaderamente, dice, Lutero es en extremo vicioso. ¡Pluguiese a Dios que se hubiera cuidado de refrenar la intemperancia que trasciende de toda su persona! ¡Pluguiese a Dios que se hubiera parado un poco a reconocer sus vicios! Lutero no ha hecho cosa que valga. No conviene entretenerse en seguir tus huellas siendo papista a medias... Vale más fundar una Iglesia enteramente nueva. Tu  escuela, decía Calvino al luterano Westfal, no es más que una hedionda porquera. ¿Lo oyes, perro? ¿Lo oyes, frenético? ¿Lo oyes, bestia?”

(tomado de "El protestantismo sin máscara" - de Juan Perrone)


viernes, 24 de mayo de 2013

LA VIRGEN MARÍA Y EL PLAN DIVINO 2



Jesucristo autor del conocimiento de Dios.

Este es un hecho divino. Siendo la naturaleza humana,  entregada a sí misma,  lo que los siglos que han precedido al cristianismo nos han hecho ver en ella, para que esta naturaleza haya sido elevada a la sublimidad del Evangelio, y que se haya sostenido en esta altura desde diez y ocho siglos ha cual si le fuera propia y natural, es menester una acción sobrenatural, cuyo prodigio, manifiesto y palpable en el origen del cristianismo, no ha cesado de ser sorprendente y de causar admiración a pesar de ser continuo: circunstancia que lo hace aun mayor. Es él en el orden moral e intelectual lo que el universo en el orden sensible: una creación, y creación continua.

Es menester pues que examinemos nosotros su principio generador. Este principió es el cristianismo: esto es, el Verbo tomando carne, el Hijo de Dios hecho hombre.

He aquí, según los santos Padres el secreto de esta economía misericordiosa.

Dios, considerado inmediatamente, dice uno después de otros muchos, san Bernardo, era invisible, inaccesible, y absolutamente inimaginable para el hombre. Las criaturas, cuyas perfecciones sensibles habían de levantarnos y elevar hasta el conocimiento de las perfecciones invisibles de su Autor, habían tomado el asiento de este en el corazón del hombre; y como entre todas las criaturas, no hay idea más natural al hombre que el hombre mismo, este, en error y equivocación tan grande como fatal, se sentía movido naturalmente a aplicar a un cuerpo y a una forma humana la idea que le quedaba de la divinidad. Tal ha sido el origen de la idolatría. Para conformarse, para ponerse de acuerdo con esta bajeza del espíritu del hombre, juzgó Dios que debía abajar su grandeza hasta presentar al hombre un Hombre que fuese Dios, a fin de hacer entrar en su espíritu, con las acciones de esta humanidad deificada, la justicia eterna y la verdad soberana que no podía contemplar el hombre en ellas mismas.

Cualquiera otra imagen de Dios era falsa e idolátrica; pero haciéndose él mismo hombre, nos ha dado Dios el derecho de representárnosle como un hombre, de contemplarle en un establo, en los brazos de María, predicando en la montaña, muriendo en la cruz, adorándole en esos estados diferentes. Esto hace que san Agustín llame a este misterio la sabiduría convertida en leche: esto es, la sabiduría eterna proporcionada por un artificio divino de su amor a la grosería de nuestros sentidos.
Pero si Dios se ha acomodado así a nuestra flaqueza, es para enseñarnos con ella y para sacarnos de ella. El Hombre-Dios, en todos los estados, en todos los misterios de su vida debe efectivamente ser adorado. A su nombre solo ha de doblarse toda rodilla en cielo, tierra e infierno. Y esa adoración ha de abrazar a todo el Hombre-Dios, a su humanidad y a su divinidad; porque el único sujeto subsistente en él en sus dos naturalezas, la única persona que recibe adoraciones es la del Hijo de Dios, tal como es de toda eternidad en el seno del Padre, con el cual y con el Espíritu Santo no hace sino un solo Dios, el único Dios. Al tomar la naturaleza humana, la asumió desprovista de personalidad, como naturaleza, y la adaptó a su Persona divina; se la apropió, y le pertenece a Él como nuestro cuerpo pertenece a nuestra alma: y está aquella en Él como están en nosotros nuestra alma y cuerpo; por manera que en su humanidad misma adoramos a Él, Hijo de Dios; a Él, Dios.

Pero por mas adorable que sea el Dios-Hombre, no ha «querido ser el término final de la adoración, sino la vía, el camino adorable de la adoración, el cual, desde su humanidad como desde el escabel de sus pies, ha de elevarse a su divinidad personal, y por esta ha de llegar hasta aquella adoración en espíritu y en verdad de la divinidad invisible del Padre, cumbre y coronamiento de toda la religión.

Todos los discursos, toda la conducta de Jesucristo desde su Encarnación a su Ascensión, giran en torno de esa verdad que es propiamente la verdad cristiana, a saber: que él es el camino, el mediador, el reconciliador, primogénito venido a este mundo para establecer en él el reino de su Padre, de nuestro Padre que está en los cielos. Nos despacha continuamente a esa divinidad del Padre, a ese reino celestial cuya espiritualidad invisible resalta por contraste u oposición con la visible aparición del Dios hecho hombre, y brilla en todas las palabras, en todas las acciones, en todos los misterios de su vida, como en un espejo animado, cual en una imagen viva.

La santa humanidad del Hijo de Dios en sus distintos estados es como un teatro en que los atributos constitutivos de la divinidad: amor, santidad, justicia, poder, sabiduría, se hacen presentes a nuestros ojos, comprensibles a nuestro espíritu, sensibles a nuestro corazón; y desde el cual nos elevamos a contemplar y adorarlos en el seno del Padre al que no cesa de referirlos. Y para que no padeciésemos engaño u equivocación, y que la adoración cuyo objeto justo es Cristo, no se limite a su humanidad, o a su sola divinidad personal, él mismo, a pesar de ser Dios, pero en razón de la naturaleza humana que se ha unido, se hace o constituye el primer orador, ruega a su Padre, le obedece, y dice que no hace sino enseñar la doctrina y ejercer o poner en planta el poder que de aquel ha recibido: se confunde y anonada, por decirlo así, incesantemente para descubrirle, o más bien no aparece él sino para mostrarnos al Padre. 

Por esta razón, ¡oh designio admirable! no ha comparecido ni ha dejado ver en sí sino lo que era menester ese objeto único de su misión: bastantemente, para condescender con la humana flaqueza, mas no sobrado, para animarla, para sacarla de su bajeza. Anunciado y esperado durante cuatro mil años, y teniendo que hablar de sí todo el resto de los tiempos hasta el fin del mundo, no aparece sino durante treinta y tres años en un rincón oscuro de la Judea, y aun de esos treinta y tres años substrae treinta en la oscuridad de una baja condición social. Y es, porque basta ver una vez aquello de que sin cesar tenemos que acordarnos, y que la humanidad en todas las generaciones que o han precedido o han seguido a la aparición del Hijo de Dios, es, respecto de la espera o del recuerdo, como un solo hombre que, en la persona de los Apóstoles ha visto, ha oído, ha palpado al Verbo de vida, ha reclinado la cabeza en su corazón. Quod audivimus, quod vidimus oculis nostris, quod perspeximus, et manus nostrae contrectaverunt de Verbo vitae (Juan, 1, 1). Bástale a Dios aparecer un instante en solo un punto para llenar todos los tiempos y todos los lugares con su presencia, tocar tan solamente la tierra para santificarla; y hubiera sido demasiado prolongar más su aparecimiento cuando no tenía este otro objeto que sacarnos del amor de las criaturas visibles para atraernos a lo invisible. Por esta razón no hizo sino como aparecer el Hijo de Dios.

No ha hecho sino pasar para hacerse seguir; para sacarnos, en pos de sí, de lo visible a lo invisible, de la tierra al cielo, no permaneciendo entre nosotros con ese designio sino en su Sacramento y en su Iglesia.

Por esa razón, queriéndonos explicar este misterio, decía: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Espíritu. Dentro de muy poco tiempo el mundo no me verá ya; pero vosotros me veréis, porque estoy vivo y vosotros viviréis (Juan., XVI, 7, 8). Acabáis de oírme; yo me voy, y vuelvo a vosotros. Si me amarais, os regocijaríais de que me voy a mi Padre, porque mi Padre es mayor que yo (Juan., XIV, 28). Esto es: si yo no os quito la vista sensible de mi humanidad, no me veréis como Dios quiere ser visto, en espíritu; si no os desteto de esta leche de mi presencia, no tomareis nunca gusto al manjar espiritual del alma. Pero en tanto que no me verá más el mundo, mientras que él me discutirá, vosotros, discípulos míos, me veréis en espíritu en el cielo y en mis misterios en la tierra; porque yo estoy vivo en medio de vosotros en este estado, y vosotros viviréis de mi propia vida.

Por esto me voy yo visiblemente, y no me voy místicamente: yo me voy descubiertamente, y vuelvo encubiertamente, espiritualmente a mi Iglesia, y aun corporalmente en mi Sacramento, pero invisiblemente: y vosotros debéis regocijaros conmigo de que me vaya así a mi Padre; porque es para glorificarle y para atraeros a Él.

Con tan maravilloso procedimiento de la divina sabiduría, lo invisible, lo inaccesible abajándose a nosotros, nos levanta a él, y el espíritu humano ha penetrado en las profundidades de su santuario.


El águila de Pathmos, que ha podido mirar tanto resplandor sin parpadear, y que nos ha ofuscado con tanta luz en su Apocalipsis, cuenta que: Me fue dada una caña semejante a una vara y se me dijo: Levántate y  mide el templo de Dios, el altar, y a todos los que allí están adorando» (Apoc, xi). ¿Qué caña es esta con cuyo socorro le fue dado medir el cielo, la tierra, a Dios y al hombre, y conocer de este modo todas las cosas? Esa medida misteriosa no puede ser otra que Jesucristo, el cual nos ha parecido en efecto una caña de flaqueza. Pero esta caña era más que una caña inteligente y pensadora; porque era una caña de Dios, y que por él y por la fe en Jesucristo, como dice san Pablo, nos ha sido otorgado medir y comprender cuánta es la latitud, la longitud, la altura y la profundidad de la divinidad: Det vobis Christum inhabitare per fidem in cordibus vestris, ut possitis comprehendere quae sit latitudo, et longitudo, et sublimitas, et profundum.

AUGUSTO NICOLÁS - La Virgen María y el plan divino

jueves, 23 de mayo de 2013

Mi encuentro con Santo Tomás de Aquino


Hace algunos años conocí, como por accidente, a Santo Tomás de Aquino, mejor dicho, conocí sus escritos, porque Santo Tomás vivió hace siete siglos, en Europa. En ese tiempo yo era un joven como muchos, es decir, despreocupado por cosas que consideraba aburridas, como la lectura, la filosofía o el simple hecho de sentarse a pensar en algo trascendente (de hecho no conocía el significado de esa palabra).

En semejantes circunstancias, mi hermana me convenció de leer un libro que a ella le había gustado mucho, el libro era “El nombre de la rosa” de Umberto Eco, un escritor italiano. Al ver el entusiasmo con que ella hablaba de la trama del libro, me entró la curiosidad y comencé a leerlo en mis ratos libres. Confieso que después de las primeras páginas el libro me atrapó, atrajo totalmente mi atención. La trama policiaca era intrigante, y eso sumado a la época en que se desarrollaban los acontecimientos, la edad media, una época llena de misterios y cosas ocultas, eran la receta perfecta para despertar un gran interés, incluso en alguien que nunca había disfrutado de la lectura. Leí el libro hasta el final y luego lo volví a leer.

Ese libro despertó en mí el interés por conocer más sobre los monjes. Independientemente de la intención del autor del libro (el cual, según averigüé después, es un abierto crítico del catolicismo), lo que en mí causó fue curiosidad y admiración por la vida misteriosa de esos hombres extraños que prácticamente se sepultaban en esos lugares llamados monasterios y se dedicaban solo a rezar, leer y escribir.

Del libro de Eco, pasé a textos de historia de la edad media, y la figura de la Iglesia se me aparecía cada vez con mayor realce. Parecía haber sido la gran protagonista de aquellos años, lo cual no debía ser algo malo, dado que es una institución que ha dado al mundo tantas personas admirables como San Francisco de Asís, Santa teresa o el famoso Padre Pío del siglo pasado.

Ahora bien, resulta imposible pasearse por la edad media sin encontrarse tarde o temprano con la enorme figura de un célebre monje italiano, que en su juventud fue apodado por sus compañeros de clase como “el buey mudo”, a causa de su gran tamaño físico y su continua actitud silenciosa y meditabunda, pero sobre el cual, su maestro Alberto, al enterarse del apodo que le habían puesto, lanzó una profecía que se ha cumplido al pie de la letra: “ustedes lo llaman buey mudo, pues bien, yo os digo que los mugidos de este buey un día se escucharán por el mundo entero”.

Parte de esos mugidos llegaron, siete siglos después,  a los oídos de quien esto escribe, y fue aquel el comienzo de una aventura que está lejos aun de terminar.

Confieso que al principio me interesaba de Santo Tomás sobre todo su biografía, llegué a leer varias, hasta casi aprender de memoria los acontecimientos más importantes de su vida. Su filosofía y su teología eran para mí, obviamente, incomprensibles. Desgraciadamente la educación que se recibe hoy en el bachillerato no prepara para cosas de esa altura. Muy diferente era el bachillerato de hace algunos años. En cierta ocasión, visitando un sitio de libros viejos, encontré un manual de filosofía para bachillerato, más exactamente para estudiantes de entre 15 y 16 años. Lo compré y aún lo conservo en mi casa; su tabla de contenido es asombrosa, me pregunto de qué estaban hechos los jóvenes de aquellos años, porque si ese era el texto usado para su enseñanza, entonces esos adolescentes sabían más de filosofía que muchos que hoy día se gradúan de las facultades universitarias. Es que el nivel ha descendido muchísimo y casi que ni nos hemos dado cuenta, por lo lento del proceso.

El punto es que para adentrarme en su pensamiento tuve que esperar algunos años, pero lo importante ya había ocurrido, sabía de su existencia, conocía su vida, admiraba su obra y solo era cuestión de tiempo.

Por aquellos mismos años, el texto que me introdujo definitivamente en el gusto por la filosofía fue “Lecciones preliminares de filosofía”, de un maestro español, don Manuel García Morente. Todavía hoy tengo con él una deuda de gratitud inmensa, impagable, porque con sus superiores dotes pedagógicas, hizo en aquel libro una exposición de algunos problemas filosóficos, con la suficiente claridad y paciencia, como para que los pudieran entender los principiantes. Ya no recuerdo cuantas veces leí ese libro, cada vez su claridad expositiva me hacía penetrar con más y más seguridad en los problemas filosóficos, explicando algunos conceptos importantes; poniendo ante los ojos del lector las teorías más relevantes de algunos filósofos, etc. Un libro cuya lectura sigo recomendando a quienes desean una vista panorámica y gratificante de lo que es la filosofía.

Pues bien, del libro de don Manuel volví a Tomás de Aquino, ¿cómo?; resulta que leyendo un día la biografía de don Manuel me enteré de que en algún momento de su vida se había hecho sacerdote, luego de ser profesor de filosofía durante toda su vida, decidió ingresar al seminario y hacerse sacerdote, y me enteré también de que una de las primeras cosas que había hecho en su nueva vida había sido escribir un libro sobre… Santo Tomás de Aquino, pues su filosofía lo había cautivado.

Tenemos entonces que un célebre profesor de filosofía, reconocido internacionalmente por sus dotes expositivas, por su conocimiento profundo de la filosofía alemana, por sus traducciones de obras maestras de la filosofía a la lengua española, etc. Había sido cautivado por la filosofía de un humildísimo monje que había vivido 7 siglos antes que él, en una época que muchos, por ignorancia, calificaban de oscura.

De manera que, a ejemplo de don Manuel, yo también decidí volver a Tomás de Aquino.

Hay muchos manuales de filosofía escolástica (que así se llama comúnmente la filosofía de aquella época), algunos son de fácil lectura, otros son un verdadero tormento; por regla general lo mejor es leer a Santo Tomás directamente, es muy claro una vez que se le ha “agarrado el ritmo”; Sin embargo, los manuales son muy útiles a la hora de tratar de entender algunas cosas que no son explícitamente dichas por Tomás, sino que él las supone ya sabidas, como los rudimentos en lógica aristotélica. Santo Tomás escribía para estudiantes que ya habían cursado esos grados elementales, en los cuales se preparaban en lógica, por ello en su discurso Tomás daba por sabidas todas esas cosas. Como a nosotros hoy no se nos prepara en nada de eso, nos toca recurrir a los manuales para aprender, entre otras cosas, las 8 reglas del silogismo…

A medida que avanzaba en el conocimiento del sistema tomista (que es como se le conoce hoy), me iba aficionando a él de tal manera, que las demás “opciones” fueron gradualmente palideciendo ante la figura superior del monje italiano, cuyos mugidos acallaban con facilidad las soberbias posturas del idealismo, las limitadas posturas del empirismo, las groseras posturas del materialismo, las lastimeras posturas del existencialismo y las grotescas posturas del marxismo. Todo guardaba silencio ante la voz potente del autor de la Summa Teológica.

Al día de hoy, mis convicciones al respecto no han hecho otra cosa que afirmarse. A medida que he ido tomado contacto con otras corrientes de pensamiento, todas ellas me han ido pareciendo, sucesivamente, débiles empeños, en comparación con la sólida apuesta tomista.

Paso por alto una parte de mi “biografía”, en la cual tuve la oportunidad de aprender latín, cosa que me ha abierto las puertas al conocimiento de los principales comentadores tomistas, así como a la lectura de Tomás en su idioma original. Estoy seguro de que sin eso, mi acercamiento a Tomás hubiera permanecido irremediablemente incompleto, pues casi toda la literatura tomista se encuentra aún sin traducir, lo que dificulta el acceso a las fuentes y limita al interesado a lo que puedan decir de Tomás los manuales corrientes, los cuales la mayoría de las veces presentan del tomismo una visión distorsionada que no contribuye en nada a su aprecio por parte del lector contemporáneo. Siempre ando repitiendo: a Tomás se le conoce leyendo a Tomás, y Tomás escribió en latín, y lo mejor que se ha escrito sobre su sistema, ha sido escrito en latín.

Nunca agradeceré lo suficiente a Eco (que de seguro no fue su intención orientarme hacia el tomismo), o al maestro García Morente, el don que me hicieron con sus escritos. Hoy lo puedo decir sin temor a equivocarme, sin esos dos libros hoy mi vida sería totalmente otra, ¿por qué? Porque no hubiera conocido a Santo Tomás, y ese santo universal me señaló un rumbo claro y fascinante, rumbo que me esfuerzo por seguir, con todo y mis limitaciones, hasta el día de hoy. Hasta el punto de adoptar como lema: VAE MIHI SI NON THOMISTIZAVERO… Ay de mí si no difundo el tomismo.

Sancte Thoma, ora pro nobis.


LEONARDO RODRÍGUEZ



domingo, 19 de mayo de 2013

LA VIRGEN MARÍA Y EL PLAN DIVINO 1


Dios conocido en el mundo.

La cumbre de toda la religión consiste, dijo Leibniz, en la adoración de la divinidad invisible, en espíritu y en verdad. La revelación de esta verdad al mundo es el gran milagro del cristianismo y la prueba capital de su divinidad.

En parte alguna del antiguo mundo era conocida y comprendida en toda su extensión esta verdad; ni aun en el seno mismo del pueblo judío; pues que relativamente a esta nación privilegiada decía el Mesías, hablando a la Samaritana: Créeme oh mujer, va a llegar el momento en que ni en este monte ni en Jerusalén adorareis al Padre: llega la hora, y estamos ya nosotros  en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad: porque los busca y los  quiere así el Padre. Dios es espíritu, y es menester que los que le hayan de adorar, le adoren en espíritu  y verdad.

Y en efecto, aunque el pueblo de Israel era en donde el culto de Dios se conservaba infinitamente más puro que en ninguna otra nación, se hallaba empero circunscrito a solo el templo de Jerusalén, limitado en su sanción a las solas ventajas de esta vida temporal, y envuelto, por fin, en tinieblas y figuras.

Con estas palabras: en espíritu y verdad, que caracterizan a la verdadera adoración, al verdadero culto de Dios, echaba Cristo por tierra a todos los ídolos, desvanecía todas las sombras que deterioraban y oscurecían en las antiguas edades el culto de la divinidad. Con la positiva afirmación de creedme, y con aquella repetición tan significativa como augusta: « Ved, que llega el momento, venit hora: tened entendido que llega la hora... que esta hora acaba de tocar ya, venit hora, et nunc est, ponía en relieve todo cuanto había de prodigioso, todo cuanto se estaba tan impacientemente esperando en esta grande, inmensa revolución.

El estado general de la idolatría en que estaban sumidas las naciones todas, parecía en efecto de tal modo incurable, que su conversión unánime a este culto puro y acendrado de la divinidad había sido basta entonces el grave asunto, el sublime objeto de las profecías, como el acontecimiento menos verosímil, como el testimonio más maravilloso de la omnipotencia de Dios entre los hombres.            
                                      
Y  así es que no sorprendió a la Samaritana la palabra del Salvador. Preparada a tal acontecimiento por todas las profecías anteriores de su nación, y por la expectación universal de su cumplimiento en aquella época: «Yo sé, decía a su misterioso interlocutor, que el Mesías, llamado Chisto, ha de venir, y que cuando haya venido, ha de enseñarnos todas las cosas. »

¡Admirable consonancia! La respuesta de esta mujer humilde, que estaba esperando con toda la Judea viniese un Enviado del cielo a enseñar a los hombres el modo con que habían de adorar perfectamente a Dios, es casi literalmente la misma que la de Sócrates respondiendo a Alcibíades que le preguntaba, yendo al templo, qué oración había de dirigir a la divinidad: « lo mejor que podemos y debemos hacer respecto de eso, es esperar, Sí; es menester esperar que venga alguno a enseñarnos la manera de portarnos con los dioses».

Y en efecto, la filosofía antigua no estaba más adelantada acerca de este asunto que el resto de los hombres, y aun sabía mucho menos que los habitantes de la Judea. Remontábase de vez en cuando a conceptos sublimes; mas no podía sostenerse mucho tiempo a tal altura: y aun entonces mismo se encontraba aislada, como solitaria, sin poder lograr que el común del pueblo subiese a tal elevación; por lo que caía de su propio peso muy pronto para volverse a quedar encenagada entre las supersticiones de aquel. «Cosa es muy difícil, decía Platón en su Timeo, hallar el padre y el artífice del universo; y es imposible hacérselo conocer al pueblo. » Y de tal modo practicaba esta imposibilidad el precitado filósofo, que se sabe llegó a tener por regla no hablar de Dios sino en enigmas, por temor de exponer una verdad tan grande al escarnio popular, y a sí mismo a la persecución.

Por más favorable que se intente formar la opinión acerca de los alcances de los antiguos filósofos respecto del conocimiento de Dios, nos vemos precisados a conformarnos con el juicio que de ellos forma Bossuet en estos términos : « No se llama conocer a Dios cuando no se conoce la creación, y cuando se sujeta a la divinidad a no obrar nada sino de una materia; y que los filósofos antiguos que han llegado más adelante nos han propuesto un Dios que encontrándose ya con una materia eterna y preexistente por sí misma lo mismo que Él, la ha puesto en movimiento, la ha manejado como un artesano vulgar, que se ve obligado a operar en esta materia por disposiciones que no ha estado en su mano evitar. Era universal este error, dice además Bossuet; se creía que los astros y los cuerpos celestes daban el ser a todo. El dualismo y el panteísmo eran por consiguiente el fondo de la filosofía antigua; y la unidad de Dios, su independencia, su espiritualidad, su personalidad soberana iban a estrellarse incesantemente contra este error capital que atribuyendo a la materia la condición esencial de Dios, la de ser, la de existir por sí misma, abría la puerta a la idolatría de la naturaleza, y por consecuencia necesaria a la idolatría del alma humana y de las pasiones que de ella se enseñorean.

Este error radical que no solo consistía en la ignorancia, sino en la incomprensibilidad natural del misterio de la creación, hacia flaquear otros conceptos y pensamientos frecuentemente sublimes que de la divinidad tenían los primeros filósofos, y que, impidiéndoles mantenerse en sus espíritus, les reducían a un vano probabilismo: « Acordaos que yo que hablo y vos que me juzgáis, decía Platón en su Timeo, somos hombres; y que si yo os doy probabilidades, no tenéis que pedirme otra cosa».

De ese probabilismo de la antigua Academia, pasó la filosofía al escepticismo absoluto de la nueva, escepticismo que Cicerón hace subir a la antigua y aun al misino Platón: y el espíritu humano, cansado de sistemas, se refugió en el asilo de la duda. Y en efecto, en sentir de Tertuliano, no fue poco arrebatado por ese caos este filósofo, por esa larga y terrible tempestad de errores y de opiniones que le arrojó algunas veces al puerto de la verdad como por ventura, como por un dichoso extravío, pero que por lo común lo dividió y dispersó en mil locas utopías, cuya extensa revista termina Cicerón con estas palabras: «Yo he expuesto las opiniones de los filósofos, o por mejor decir, los sueños y delirios de sus cerebros. Exposui fere non philosophorum judicia, sed delirantium somnia».

Pero en fin, pasados cuatro mil años de experiencia de esa flaqueza de la naturaleza humana en busca de Dios, en medio de la noche más espesa de la idolatría de los pueblos, del escepticismo de los filósofos, y de la corrupción universal del género humano, llegó el momento del prodigio anunciado por los profetas, esperado por los sabios, determinado por Cristo; y se manifestó abiertamente el culto en espíritu y en verdad de la Divinidad invisible, echando por tierra todos los ídolos, disipando todos los sistemas, realizando todas las figuras, y estableciéndose así para siempre jamás en el espíritu humano.

Viviendo nosotros en la luz, y de la luz de este culto, después de mil ochocientos años (2013 para los lectores de este blog), nos parece muy natural y no concebimos, y creemos con cierta repugnancia que lo haya ignorado el mundo durante largo tiempo, y que se haya alejado de él hasta formarse dioses de sus propios vicios, y adorar en verdad los ídolos que no eran sino personificación de aquellos. Sin embargo, es un hecho histórico cual otro ninguno, un hecho de cuatro mil y más años. Ha permitido el Señor tome estas enormes proporciones para confundir para siempre nuestra insuficiencia, y que hiciese resaltar más y más el milagro de su intervención misericordiosa.

Una falsa misericordia y una prudencia aún más falsa, dice Bossuet, inspiran a ciertos sabios la inclinación a extender la verdadera religión por muchos pueblos, muy distintos del que se ha escogido Dios mismo; y en lugar de adorar temblando los impenetrables y secretos juicios que abandonan a las naciones todas a la  idolatría a excepción de la que ha separado de entre  todas con tantos prodigios, tratan de oscurecer el rigor santo que quiere convencer al hombre con la experiencia de sus propios desvaríos, a fin de que se encuentre más capaz de comprender de dónde le venía la luz. Eso es cabalmente lo que no querían comprender esos sabios curiosos y vanos... pero el hecho es cierto: los hombres, antes de Jesucristo, estaban todos yaciendo en tinieblas, y ciega estaba toda la naturaleza humana... el hombre, enteramente sujeto a los sentidos por el pecado, se olvidaba de Dios, y no hacía sino sumirse más y más en la idolatría. El principio es evidente, la consecuencia cierta, y perfecta la demostración: convenciendo esta igualmente a todos los pueblos del universo.

Seria empero desconocer la antigüedad, y equivocarse en el juicio que de ella hacemos aquí, el creer que no tenía idea de Dios. Menester fuera no haber penetrado nunca en su historia, no haber abierto los libros de sus filósofos, y sobre todo los de sus poetas y trágicos en particular; no haberse detenido jamás ni fijádose en los escombros de sus monumentos, para no hallarse sobrecogido, al contrario, hasta la emoción por todo cuanto profundamente religioso se encontraba en ella. Todo, todo estaba allí penetrado del sentimiento de la divinidad, todo la respiraba: por lo que nos queda, se conoce que hasta el aire estaba en cierto modo impregnado de ese sentimiento. Y esto es lo que sintió san Pablo cuando atravesó la ciudad de Atenas, y ese sentimiento fue el primero cuya expresión salió de sus labios en el discurso célebre que pronunció en ella : Atenienses, dijo, paréceme que en todas las cosas sois religiosos hasta el exceso.

Poseía pues la antigüedad en su más alto grado el sentimiento, la idea misma de la divinidad: esto es una verdad cierta. Tampoco es menos evidente sin embargo, como lo acabamos de sentar y como lo dice Bossuet, que antes de Jesucristo todos los hombres andaban en tinieblas respecto de Dios, que toda la naturaleza humana estaba ciega. Estas dos verdades, en apariencia contradictorias, se concilian perfectamente, y se explican con reciprocidad.

La antigüedad tenía la impresión de Dios, mas no tenía su conocimiento; sabía que Dios era, pero no lo que era. Y esta ignorancia de Dios era cabalmente lo que la hacía tan religiosa. No sabiendo lo que era Dios, y no distinguiéndole en sí mismo, le confundía con todo, lo veía en todas partes y lo ponía en todo; no solamente en la naturaleza, sino en todas las representaciones materiales que de él se hacía y que creía habitadas  realmente por la divinidad. Era como una locura religiosa que tenía su origen en la ignorancia misma de Dios.

Pero este abuso del sentimiento religioso, efecto de la ignorancia de Dios, era a su vez causa de esta ignorancia, en la que sumía más y más a la humanidad.

En esta lobreguez tan profunda en que solo sabía que había un Dios, mas sin conocerlo, en la que no le quedaba otro medio de encontrarle que al azar y como a tientas, según expresión de san Pablo: Quaerere Deum si forte attrectent eum; todo era Dios, y siendo todo para ella Dios, perdía de este modo hasta la suerte azarosa de encontrarle, porque lo propio de Dios es ser soberanamente distinto de todo, absolutamente único e independiente.

La antigüedad tenía la conciencia de este error sin tener conocimiento de él; y esto es lo que testificaba tan cándidamente su altar al Dios no conocido, levantado entre las estatuas de sus falsos dioses.

Al confesar de esta manera su ignorancia de Dios, daba de este el más alto testimonio, pues que, de este Dios no conocido que hubiera de ser el Dios único, solo hacia uno de sus dioses, no viendo que eran estos cabalmente los que se lo escondían.

Por lo tanto, ignorando a Dios, la antigüedad era más pródiga de la divinidad por consecuencia forzosa; y cuanto más pródiga de la divinidad, más ignorante de Dios. Extravío letal e incurable, pues que tenía por estimulante el sentimiento religioso que hubiera debido servirle de freno para esta prodigalidad.

Y así, en círculo tan vicioso, en tal laberinto de error, en abismo tan profundo se iba revolviendo y encenagándose más y más el mundo alejado de Dios.

Por esta razón, entre todos los misterios que vino a proponerle, o más bien, a imponerle el cristianismo, el que menos comprendió; el que le enfureció más fue el dogma de la unidad de Dios, espiritual e invisible, y el de un culto suyo puro. La doctrina del Dios hecho hombre, del Dios crucificado, enteramente aisladas, le hubiera repugnado mucho menos, si ese Dios no hubiera sido el solo Dios, siendo por otro lado sensible y representativa. Y así es que el paganismo había comenzado ya a abrazar esa doctrina y prepararle altares; y de hecho esta doctrina de Dios hecho hombre fue el instrumento por el cual se introdujo en el mundo el culto puro de la divinidad que enteramente a solas, no hubiera podido penetrar nunca, en las almas.

Podemos venir en conocimiento de esto por las invectivas e insultos que acarreaba todavía a los cristianos este culto aun después de los siglos de persecución. « ¿De dónde procede, les decían, quién es, en dónde está en fin ese Dios único, solitario, desierto, que no es conocido de ningún pueblo libre, de ningún Estado, ni aun de Roma en la cual se tributa culto a todos los dioses de la tierra? El diminuto pueblo judío es el único que reconoce a un solo Dios; pero siquiera ¿tiene templos, altares, ceremonias, sacrificios públicos? ¿Qué sandeces no han imaginado los cristianos? ¿No os aseguran por ventura que su Dios, al que ni pueden ver, ni definir, lo ve todo, lo oye, lo sabe todo, que penetra los pensamientos más secretos y que lo gobierna todo? Ese Dios que está en todo lugar ¿cómo puede tener cuidado de cada uno?, ¿cómo ocupado con cada uno puede estar en todo lugar?...»

Así habla el interlocutor gentil en la apología de Minucio Félix; y por este razonamiento podemos juzgar hasta qué punto estaba excluida del mundo pagano y le parecía inaudita e incomprensible la doctrina de la unidad y espiritualidad de Dios. Aún más; en el siglo cuarto toda la rabia del agonizante paganismo no encuentra nada que echar tanto en cara al cristianismo, a disputarle y llenar de baldones como esa doctrina de la unidad de Dios, invisible y soberano Señor de todas las cosas: «Llámasenos estúpidos, dice Arnobio, mentecatos,  tontos, obtusos y animales, porque profesamos a un solo Dios, soberano Señor y árbitro de todo cuanto existe». El culto de este Dios único, dice además, es tratado de religión execrable, funesta, llena de impiedad y sacrilegio, y que mancha con nueva superstición las prácticas religiosas usadas desde tan largo tiempo en el mundo y en la patria». Y sin embargo, añade con aquella manera de razonar común entonces a los cristianos y que ha venido a ser el razonamiento público general, ¿quién merece más todos esos dictados que el que profesa otros dioses que no sean ese solo Dios verdadero, que cree en ellos e invoca su poder? Ahora bien; si los mártires han derramado su sangre, ha sido en honra de esta verdad.

Así es como, a despecho de la ceguera del espíritu humano y contra todos sus obstinadísimos esfuerzos, ha penetrado en el mundo y asentado su imperio la doctrina de la unidad y espiritualidad de Dios.

Brilla hoy día como el sol. Las inteligencias todas, ora las más elevadas, ora las más humildes, el tierno infante y la mujer sencilla, como el académico y el filósofo participan de ella. Lo que era una ciencia oculta, lo que Platón escribía en números a sus amigos, es tan común y general al presente como el aire que respira todo el mundo. La filosofía ha descendido al dominio público de las inteligencias: todo el mundo platoniza hoy; y para ello basta la fe y no hay necesidad de silogismos. Al modo que las cosas más necesarias a la vida, el sol, la luna, el aire, la tierra, el mar no son patrimonio exclusivo de los ricos y de los sabios, sino las ha puesto Dios a discreción de todo el mundo, el conocimiento del mismo Dios, más necesario todavía que todas esas cosas, se ha hecho accesible a todos por el cristianismo. Y el prodigio mayor entre todos los prodigios es que esta ciencia se ha elevado en altura a medida que se ha ido extendiendo en su base. Lo que sabe todo el mundo acerca de este asunto, lo que aprende facilísimamente el más humilde, lo que pone sobre todo en acción y hace pasar por todos los trámites de su vida, sobrepuja en gran manera por su elevación no menos que por su certidumbre a lo que jamás divisó la filosofía en sus más atrevidas especulaciones. Con Platón, la sabiduría y la filosofía eran patrimonio esperado por un corto número de discípulos; con Jesucristo, más sublime y al propio tiempo más práctico y accesible, la filosofía es manjar de todo el género humano.

AUGUSTO NICOLÁS.
(LA VIRGEN MARÍA Y EL PLAN DIVINO – obra de 1858)


lunes, 13 de mayo de 2013

Vicios capitales


Llámanse vicios capitales aquellos, de los que nacen otros muchos. Numéranse comúnmente los siete siguientes, que son soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira, y pereza. De estos siete vicios, la lujuria y gula se llaman carnales, y los demás espirituales. No todos los pecados capitales son mortales, pues muchas veces no pasan de veniales; y así no se llaman capitales por ser siempre grave pecado, sino porque, como queda dicho, son cabeza, y raíz de otros muchos.

P. ¿Qué es soberbia? R. Que es: Inordinatus appetitus propriae excellentiae. Este pecado fue el que arrojó del Cielo al Ángel, y desterró al primer hombre del Paraíso. Es de su género pecado mortal, como si el hombre en materia grave resiste sujetarse a Dios, o a sus mandatos, teniendo en menos el hacerlo; o se prefiere desordenadamente a otros.

P. ¿Qué es avaricia? R. Que es: Appetitus inordinatus divitiarum. Puede cometerse de tres modos el pecado de la avaricia; o apeteciendo desordenadamente las riquezas, o adquiriéndolas con el mismo desorden, o reteniéndolas con él. Si apetece, adquiere o retiene lo ajeno contra la voluntad racional de su legítimo dueño, se opone a la justicia. Si retiene lo propio más de lo que conviene, peca contra la liberalidad, y también puede oponerse a la caridad, y misericordia.

P. ¿Qué es lujuria? R. Que es: Appetitus inordinatus venereorum. Es de su género pecado mortal, sin que admita parvidad de materia. De ella hablaremos más difusamente en su propio lugar cuando tratemos del Sexto precepto del Decálogo a donde por ahora nos remitimos. [134]

P. ¿Qué es envidia? R. Que es: Tristitia de bono alterius; como si uno se entristece del bien ajeno, en cuanto excede al propio bien, y lo disminuye, non efective, sed aparenter; esto es, no en la realidad, sino en la falsa aprensión del envidioso; porque los bienes del prójimo, en la verdad no son capaces a disminuir los de otros, cuando la caridad hace todos los bienes comunes, como también los males; y así el que envidia la felicidad del prójimo, finge un detrimento propio que no parece, sino en su depravado ánimo, y afecto desordenado, y así lo es también su tristeza.

Si ésta fuere del bien temporal del prójimo en cuanto se persuade, que éste ha de abusar de él en ofensa de Dios, o para otro mal, o por ser indigno de él, o porque él tiene necesidad del mismo, no será envidia. Tampoco lo será, el que uno se entristezca del bien ajeno, en cuanto puede serle a él, o a otros nocivo; pues esto es un temor del mal propio o ajeno, que siendo bien ordenado, no es culpable.

La envidia no se verifica entre el Superior e inferior en cuanto tales, cuando la suerte del Superior excede en mucho la del inferior; porque como dice S. Tom. el plebeyo no tiene envidia del Rey, ni el Rey la tiene del plebeyo. Dase, pues, la envidia entre los iguales, o entre los mayores, cuya mayoría no es muy distante de la condición o clase del envidioso.

Es la envidia pecado mortal ex genere suo, por ser directamente opuesta a la caridad con el prójimo. Si fuere acerca de la gracia y auxilios divinos, será un gravísimo pecado distinto en especie, y que va contra el Espíritu Santo. Las más veces sólo es culpa venial en el sujeto por parvidad de materia, o por falta de perfecta deliberación.

P. ¿Qué es gula? R. Que es: Appetitus inordinatus cibi et potus. Se opone a la virtud de la abstinencia. Puede por ella pecarse de las cinco maneras que expresa el verso siguiente.

Praepropere, laute, nimis, ardenter, studiose.
Esto es: comiendo antes de tiempo, o cosas muy regaladas, o más de lo conveniente, [135] o con voracidad y exceso, o finalmente con exquisita composición, o extraordinario condimento.

Divídese la gula en dos especies, que son comilona¸ y embriaguez. La primera consiste en comer con exceso, y la segunda en beber con él. Una y otra se opone a la virtud de la templanza. Comer o beber por sólo el deleite que se halla en la comida o bebida, es pecado de gula, por extraerse el acto del fin para que la naturaleza lo instituyó. Mas no será culpa deleitarse con la moderación conveniente en el gusto que resulta de la comida y bebida, tomadas para alimentar al cuerpo y reparar sus fuerzas; pues como nota San Agustín libr. 1. Cont. Julian. cap. 14. Non solum cibo sed etiam cibi sapore indiget infirmitas corporis nostri, non propter exercendam libidinem, sed propter tuendam salutem.

La gula no es de su género culpa grave, como lo dice S. Tom. quaest. 14 de Malo art. 2, pero lo será en los casos siguientes, es a saber; si por ella se quebrantaren los preceptos de la Iglesia; si por darle satisfacción, no se restituye lo ajeno; si de ella se siguiere escándalo; si por ella se damnifica gravemente a la familia; si es con grave daño de la salud; finalmente será pecado grave la gula, cuando se coloca el último fin en el deleite de comer y beber.

P. ¿Qué es embriaguez? R. Que es: Voluntarius excessus in potu inebriare valente usque ad amissionem usus rationis. Es vicio opuesto a la sobriedad y pecado grave en su especie, como consta del Apóstol 1 Corint. capit. 6, donde dice: que los borrachos no poseerán el reino de Dios, y de él solamente excluye el pecado mortal. Lo mismo persuade la razón; porque la embriaguez es una violenta, y voluntaria privación del uso de la razón; lo que sin duda causa grave detrimento al embriagado; y por consiguiente el que se emborracha, no solamente pecará contra la templanza o sobriedad, sino también contra caridad propia, por el perjuicio que se causa a sí mismo.

Si la embriaguez fuere voluntaria no solamente es en el pecado grave, según ya queda probado, sino que también se le imputarán al embriagado cuantos daños y pecados [136] de ella se siguieren, por serle voluntaria in causa. Entiéndese esto cuando son antes previstos; y entonces se creerán haberlo sido, cuando en otras embriagueces ha experimentado incurrir en ellos. Por el contrario, no se deberán imputar como previstos aquellos males, que no tienen conexión alguna con la embriaguez, sino que acontecen casualmente, o por malicia de otros.

El que se embriaga no previendo el peligro de la embriaguez, como sucedió a Noé, no peca gravemente; lo que no puede excusar a los que muchas veces incurrieren en ella; porque ya están instruidos del peligro por su misma experiencia. Por eso pecan gravemente, no sólo los que de hecho se embriagan, sino también los que se ponen a peligro de ello.

También pecan gravemente los que inducen a otros a embriagarse, por ser causa de la embriaguez. Los que venden vino en tabernas, figones, botellerías, y otras oficinas públicas están obligados, en cuanto puedan, a impedir que otros se emborrachen, negándoles la bebida, cuando preven que se han de embriagar, teniendo de ello certeza moral; porque de lo contrario concurrirían moralmente a su pecado; sin que les sirva de excusa la pérdida temporal, que de aquí se les podría seguir; porque esta no equivale al daño espiritual del prójimo. En caso de duda no están obligados a abstenerse de la venta del vino, ni deben angustiarse por lo que pueda suceder.

De lo dicho se infiere lo primero, que no sólo es pecado mortal la embriaguez, cuando actualmente priva del uso de la razón, sino cuando uno se expone a peligro de perderlo, aunque del todo no lo pierda. Para entender esto debe notarse, que la embriaguez tiene varios grados, así como son también varios los temperamentos de los sujetos; y por esto la bebida que es moderada para unos, puede ser para otros excesiva; mas siempre que se verifique embriaguez, o peligro de ella, ya sea por beber mucho o poco, será culpa grave.

Síguese lo segundo, que los Confesores no pueden absolver a los que tuvieren costumbre de embriagarse, hasta que den suficientes señales de su enmienda. Por la misma [137] razón no se le podrá absolver, ni administrar la Eucaristía al moribundo embriagado, así porque carece del uso libre de la razón, como por hallarse en estado de pecado mortal; lo que también debe entenderse de la Extremaunción. Pero si la embriaguez no fuere completa y voluntaria, y el enfermo da señales de dolor, se le podrán administrar dichos Sacramentos, no temiéndose alguna irreverencia por lo que mira a la Eucaristía. En caso de duda, se tendrá la embriaguez por voluntaria, si el enfermo acostumbraba a embriagarse; quia ex regulariter contingentibus iudicium faciendum est.

P. ¿Es la embriaguez mala ab intrinseco, y de manera que no sea lícita, aun prescrita por el Médico, y no habiendo otro remedio para recobrar la salud? R. Que sobre esta dificultad hay dos opiniones una y otra bastante autorizada así ab intrinseco, como ab extrinseco, sin que sea fácil formar juicio determinado de cuál sea el sentir de S. Tom. Nos parece, pues, que una cosa es beber por emborracharse, y otra para conseguir la salud; porque bebiéndose por este fin y con dictamen de los Médicos a quienes toca prescribir los remedios necesarios para conseguirla; y no habiendo otro que pueda sacar al enfermo del peligro, reputamos por lícito el usar, en lance tan apretado, de este medio; pues así como se usa en la medicina de otros remedios para conseguir que el doliente duerma, o por algún tiempo quede privado del uso de la razón, sin que en ello haya culpa; así también parece no la habrá aunque lo pierda por la embriaguez, en el caso forzoso de que hablamos.

Con todo, no será lícito embriagarse uno a sí mismo, ni embriagar a otros para evitar la muerte u otro grave daño, que provenga ab extrinseco; porque entonces la embriaguez no se reputa por medio natural para evitar el mal. Por el mismo motivo no es lícito embriagar al que está condenado a muerte por sus delitos, a fin de que no sienta el suplicio; ni valerse de este medio para excitarse al vómito; porque para ello hay otros remedios, como advierte S. Tom. 2. 2. q. 150. art. 2. ad. 3.

P. ¿Qué es ira? R. Que es: [138] Appetitus inordinatus vindictae. Es de su género pecado mortal opuesto a la caridad, y a la justicia. Muchas veces no pasa de pecado venial, quedando en primeros movimientos repentinos, que no pasan de la parte sensitiva. Si son del todo involuntarios, no habrá culpa alguna. Será también culpa leve la ira, cuando la materia fuere leve.

P. ¿Qué es pereza? R. Que hablando de ella según la común acepción, es: Torpor, aut pigritia mentis bona inchoare negligentis. Regularmente no pasa de pecado venial, aunque no deja de poner al hombre en un estado muy peligroso, por los malos efectos que de ella se originan.

Será pecado mortal en los dos casos siguientes. El primero, cuando por ella se omite lo que obliga a culpa grave. El segundo, cuando mueve a hacer lo que es mortal; como a menospreciar los beneficios de Dios; a desear permanecer para siempre en esta vida para disfrutar sus bienes.

P. ¿Son pecados las pasiones? R. Que de sí no lo son, porque según su naturaleza no son más que quidam motus animae sensitivae ad bonum vel malum. Si discordan de las reglas de la razón, inducen al mal; si son conformes a ellas inducen al bien. Véase S. Tom. 1. 2. q. 24. art. 1 y 2.

Omitimos el tratar en particular de los vicios que dimanan de cada uno de los Capitales referidos, por ser una materia muy difusa, y no parecernos necesaria del todo para la instrucción de los Confesores; y más que en todo el discurso de esta Suma se hablará lo necesario de todos, o de los más, en sus respectivos lugares.

Manual de teología moral

TEOLOGÌA MORAL - TOMO I by Leonardo Rodriguez

viernes, 3 de mayo de 2013

España y el liberalismo


Constante lucha de la verdadera España contra el liberalismo
Gloria inmarcesible de Recaredo es haber proclamado en el Concilio III de Toledo la Unidad Católica en nuestra Patria.
Desde entonces España ha luchado siempre denodadamente contra todos los errores que han querido arrebatarle esa joya preciadísima, que es el timbre más preclaro de su bandera y de su historia, y lo que constituye la esencia de nuestra nacionalidad.
Porque la Religión Católica, no es sólo un sentimiento, que se incorpora a nuestra vida nacional, como alguien ha dicho.
Es más, mucho más, infinitamente más que eso. Es la creencia, la norma de Fe que ha dado a España la unidad nacional, la cual sin ella no hubiera sido posible, y sólo por ella, como ha dicho Menéndez y Pelayo, adquirió nuestro pueblo vida propia y conciencia unánime; sólo por ella arraigaron nuestras instituciones y fue la Unidad Católica la que hizo la grandeza de España en el siglo de Oro.
La Religión Católica es, pues, el fundamento, la piedra angular del cimiento de la nación española.
Contra la Unidad Católica se han levantado muchos errores, pero quizás el más temible haya sido el liberalismo, verdadera lepra de la sociedad, como lo califica una doctísima pluma, error cuyos efectos y cuyas influencias han llegado hasta nuestros días.
Y decimos el más temible, porque afectando formas muy diversas, desde el liberalismo exaltado y declarado enemigo de la Religión, hasta el que, el gran Sardá y Salvany en su libro inmortal calificó de mojigato, semimístico arrullado y casi bautizado en Cádiz con la invocación de la Santísima Trinidad, ha arrastrado a muchas gentes de bien, que abominando de sus principios han aceptado sus consecuencias, y con su liberalismo de cirio en mano y cruz en rostro, como decía el mismo Sardá, han contribuido a que se mantuviese en el Gobierno de España y en las leyes tan grave error, cuyas funestas consecuencias, tantas veces previstas y anunciadas por escritores y diputados tradicionalistas, hemos desgraciadamente sufrido en nuestros días.
Pero antes de pasar adelante, y por lo mismo que hoy tanto se habla contra el liberalismo, conviene precisar brevemente lo que es y lo que no es liberalismo, aunque a muchas gentes lo parezca.
El liberalismo, en síntesis, es la emancipación social de la ley cristiana, o sea, el naturalismo político. Es decir que liberalismo es desconocer, ya en el orden de los principios ya en el de los hechos, la suprema autoridad de Dios, no sólo sobre el individuo, sino también sobre las naciones y los Estados, que deben acatar y someterse en todo a la ley natural y divina, contra lo cual nada pueden legislar ni establecer.
Por consiguiente, las formas de gobierno, de suyo no son liberalismo, como atinadamente expone el citado Sardá y Salvany, en su áureo libro El liberalismo es pecado que fue aprobado por muchos señores Obispos y también con muy laudatorias frases por la Sagrada Congregación del Índice. ¡Lástima grande que no sea más conocido y estudiado tan precioso libro en que se expone sólidamente con irrefutables argumentos, la doctrina sobre el liberalismo, siempre de actualidad!
Por tanto, ni la República ni la democracia, ni los Gobiernos populares ni la Monarquía absoluta o templada son de suyo liberalismo, «con tal que acepten sobre su propia soberanía la de Dios y reconozcan haberla recibido de Él y se sujeten en su ejercicio al criterio inviolable de la ley cristiana».
En cambio hay cosas que no pareciendo liberalismo lo son. En este caso se halla toda República o Monarquía por muy absoluta que sea, que no base su legislación sobre principios del derecho católico, sobre la rigurosa observancia y respeto a los derechos de la Iglesia, y vaya contra los dictados de la ley natural que reconoce los derechos y libertades legítimas de los pueblos. Tales Gobiernos, aunque tengan aherrojada a la Prensa, aunque azoten con barra de hierro a sus vasallos, serán Gobiernos perfectamente liberales, por más que no sean libres los pueblos que rijan.
Dedúcese de aquí que el llamado totalitarismo, hoy tan en boga, es un régimen verdaderamente liberal, porque atribuye al Estado una autoridad y un poder que van contra la ley natural y divina. Y así, la Sagrada Congregación de Seminarios y Estudios, declaró errónea la proposición que dice: «El hombre no existe sino por el Estado y para el Estado. Todo lo que él posea en derecho se deriva únicamente de una concesión del Estado».
El Excmo. señor Cardenal Arzobispo de Sevilla, en su Pastoral de 30 de diciembre de 1943 relativa a la condenación de errores modernos, añade a continuación de esta cita: «Al conjunto de doctrinas que constituyen esta paganización de los pueblos, y en las que se basa este principio erróneo, se le denomina con el nombre de totalitarismo».
Cierto que de ordinario el liberalismo ha escogido las formas democráticas y populares, pero también ha encarnado en formas monárquicas y autoritarias de las que tantos ejemplos hay en la Historia.
Tales son las Monarquías y los Gobiernos que prohíben la publicación y ejecución de bulas, breves y despachos pontificios sin el previo asentimiento del poder civil, incurriendo con ello en las proposiciones XX y XXVIII de las condenadas en el Syllabus, y son por tanto, eminentemente liberales.
No fue así la tradicional y venerada Monarquía española, que como dice Menéndez Pelayo, era cristiana en su esencia y democrática en su forma; es decir, reconocía y respetaba los derechos de los pueblos y las instituciones seculares, dique y valladar que hacía imposibles las extralimitaciones del poder real.
No ha de asustarnos, pues, el concepto de democracia, rectamente entendida, como nos enseña la Santidad de [184] Pío XII en el mensaje radiado, con motivo de las fiestas de Navidad, sobre el problema de la democracia.
«Los pueblos, dice el Papa, por una amarga experiencia se oponen con mayor ímpetu a los monopolios de un poder dictatorial, incontrolable e intangible y exigen un sistema de gobierno que sea más compatible con la dignidad y con la libertad de los ciudadanos». Y recuerda que, según las enseñanzas de la Iglesia, no está prohibido preferir Gobiernos moderados de forma popular salvando, con todo, la doctrina católica acerca del origen y el ejercicio del poder público.
No hay que confundir, pues, el liberalismo con las formas de gobierno. A todas se adapta y todas las puede convertir en instrumento de su obra destructora de la sociedad cristiana.
Presenta el liberalismo muy diferentes aspectos, grados y matices, desde el exaltado y como se dice anticlerical furibundo, al más moderado y conservador, llegando hasta el liberalismo católico o catolicismo liberal reiteradamente condenado por Pío IX, de santa memoria, en muy solemnes ocasiones, como condenó el liberalismo todo, sin distinción, en la proposición LXXX del «Syllabus». Contra el liberalismo de todas clases y matices ha luchado siempre España con la espada y con la pluma, en los campos de batalla y en las Asambleas legislativas.
Puede afirmarse que la primera vez que con las armas se levantó España contra el liberalismo fue en la guerra de la Independencia que tanto como española y de independencia, fue guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas que las importaron a España.
Cierto que durante todo aquel siglo penetraron en nuestra Patria con la Enciclopedia y los resabios del jansenismo, ideas que, en realidad eran el substratum del liberalismo, pero fueron las armas francesas las que trajeron las influencias de la Revolución con los principios liberales y fue entonces, en España, donde se les dio este nombre, calificando de serviles a los defensores de la gloriosa tradición española y de liberales a los mantenedores de la soberanía nacional, y de todas las novedades revolucionarias.
Despertó valientemente España, y, como dice Menéndez Pelayo, se organizó la resistencia democráticamente y a la española, avivada y enfervorizada por el espíritu religioso que vivía íntegro en el pueblo, y acaudillada y dirigida en gran parte, por los frailes, pues los cortesanos, los abates, los literatos, los economistas y los filántropos tomaron muy desde el principio el partido de los franceses.
Reintegrado Fernando VII al trono de España y cumplidos con ello los deseos de los buenos españoles, cuyas aspiraciones se condensaban en el manifiesto que, firmado por buen número de diputados, le presentó en Valencia Nozo de Rosales, inspirado todo él en la doctrina tradicionalista, vieron defraudadas sus esperanzas, pues Fernando VII no acertó a restaurar la tradicional y venerada Monarquía española sino que entronizó un absolutismo ajeno por completo a ella y dio entrada a los afrancesados y a los amigos del «despotismo ilustrado» discípulos de la Enciclopedia, liberales como los legisladores de Cádiz, con todo lo cual acabó por sublevar los ánimos del verdadero partido tradicionalista.
Y comenzaron las insurrecciones realistas que algunos con razón han calificado de precarlistas y que siempre fueron en defensa de los intereses espirituales. No iban contra el Rey al que suponían secuestrado, sino contra los procedimientos de gobierno que con razón calificaban de liberales, y contra la conducta observada con la Iglesia a la que se ofendía con alardes de regalismo, retenciones de bulas y otros agravios.
Hubo levantamientos realistas en Álava (que fue el primero), Ávila, Burgos, Asturias, Galicia; el dirigido por don Jerónimo Merino, el famoso cura Merino que lo era de Villaviado, los de Vizcaya, Navarra, donde se constituye una junta gubernativa, Cataluña, capitaneada por el barón de Eroles, y en general en todas las regiones de España, multiplicándose por toda ella las juntas realistas. Se constituyó la Regencia de Urgel que dirigió una proclama a los españoles manteniendo los principios tradicionalistas, y prosiguieron la guerra contra el liberalismo los llamados ejércitos de la Fe; sin lograr el apetecido triunfo, aunque en muchas ocasiones obtuvieron señaladas victorias.
Estalla en Cataluña en 1827 la segunda guerra llamada dels mal contents o de los agraviados que pronto se extendió a toda España, y aunque tampoco logró la victoria, fue otra lucha del partido tradicionalista neto contra el liberalismo entronizado en las esferas del poder.
Justo es observar que en el tiempo de las primeras guerras no se luchó por la cuestión dinástica. Vivía Fernando VII y no había llegado el momento en que, faltando a la ley, se proclamó reina de España a Isabel, desconociendo los derechos de don Carlos al trono.
No fueron, pues, guerras dinásticas, sino verdaderas guerras contra el liberalismo, que informaba la actuación de aquellos Gobiernos y que había provocado desmanes y atentados, no sólo contra los tradicionalistas, sino contra personas y cosas sagradas atropellando los derechos de la Iglesia.
Cierto que en la tercera guerra, suscitada a la muerte de Fernando VII, se luchó también por el derecho de don Carlos a ocupar el trono, pero don Carlos abrazó la causa de la Tradición española y por eso esta guerra fue, como todas las anteriores, por la España católica, tradicional, contra el liberalismo que se amparaba en el trono de Isabel II.
Lucharon, pues, los tradicionalistas en aquellas tres guerras, como han luchado en nuestros das, y como luchó España en la guerra de la Independencia, por Dios, por la Patria y por el Rey, lema de su bandera enaltecido por la sangre de tantos héroes; lucharon contra el liberalismo disolvente, que necesariamente lleva al socialismo y al comunismo, como han demostrado plumas autorizadas y como estamos viendo en nuestros días, en que se ha llegado a las funestas y necesarias consecuencias de la herejía liberal.
Pero como ya se ha dicho, no sólo ha luchado España contra el liberalismo con la espada en los campos de batalla, sino también con la pluma y en las asambleas legislativas.
En las tristemente famosas Cortes de Cádiz, detrás de la máscara de piedad con que fueron inauguradas, y a pesar de declararse en ellas que la religión del Estado era la católica, latía el espíritu liberal de la Revolución francesa con la declaración de los derechos del hombre. Contra ese espíritu, puesto bien de manifiesto en el artículo en que se decía que la soberanía reside esencialmente en la nación, se levantaron valientes impugnadores como Dorrull, Anguiriano, Obispo de Calahorra, Inguanzo, más tarde Arzobispo de Toledo. Todos ellos sostuvieron la doctrina tradicionalista sobre la soberanía, y todos ellos hicieron la apología de las Cortes tradicionales en que estaban representadas orgánicamente las clases de la sociedad e impedían cualquier posible extralimitación de los Reyes contra los derechos legítimos reconocidos por la ley natural a los pueblos. Si no fuera por no dar demasiada extensión a este artículo, merecerían ser copiados algunos pasajes muy elocuentes de aquellos beneméritos diputados, que con gran valor y gallardía afrontaron las voces y los insultos de la chusma, reclutada por los liberales, que llenaban la galería del local en que las Cortes deliberaban. [185]
Especial mención merece también el P. Fray Francisco Alvarado, que con el pseudónimo de «El Filósofo Rancio» escribió las que llamó Cartas críticas que han alcanzado merecidísima celebridad. En ellas impugna las novedades nocivas del liberalismo, aboga por la Monarquía y por las libertades legítimas del pueblo, reconocidas en nuestras antiguas leyes, por lo cual el Monarca, mediante sagrado juramento, se comprometía a guardar los fueros de las regiones españolas.
Otro campeón de la causa católica y española y por ende tradicionalista, fue Fray Rafael Vélez, después Arzobispo de Santiago. En su conocida obra Apología del Altar y del Trono que alcanzó inmensa popularidad por el cúmulo de noticias históricas que encierra, impugnó victoriosamente las doctrinas liberales de la Constitución y de algunos diarios y escritos en que tales novedades se sustentaban.
Años después impugnaron el liberalismo Balmes y Donoso Cortés quienes, en frase de un ilustre autor, compendian el movimiento católico desde 1834.
Los Escritos políticos y El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización europea, de Balmes, son un manantial inagotable de doctrina sólida y en ellos pulveriza todos los errores del naturalismo y del liberalismo y ha vindicado a la Iglesia Católica en sus relaciones con la civilización de los pueblos.
De Donoso Cortés es famoso su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo en el que, a pesar de su estilo oratorio que le hacía incurrir a veces en inexactitudes de expresión, y de algunos conceptos que no pueden aprobarse, impugnó valientemente las disolventes doctrinas del liberalismo y expuso acertadamente una filosofía social, que ha dado grandísima celebridad al libro, el cual ha sobrevivido a todos sus impugnadores.
A pesar de los constantes atropellos que los Gobiernos liberales cometían o toleraban contra la Iglesia, sus ministros y las órdenes religiosas, se mantenía en la Constitución la unidad religiosa en España.
Ese texto legal no se traducía en los hechos, demostrando una vez más que el liberalismo sabe encubrirse con capa de religión cuando así conviene a sus fines. Por eso no podía darse crédito a las palabras de la Constitución, como no se pudo dar a las del intruso Pepe Botella, cuando dijo, en Bayona, que debía considerarse feliz a España porque en ella sólo se daba culto a la religión verdadera, que había de mantenerse con exclusión de toda otra.
Pero llegó el año 68, y en él se desataron las iras infernales, quemando iglesias, asaltando conventos, y asesinando a sacerdotes y religiosos. Era como un anticipo de lo que desgraciadamente hemos visto en nuestros días.
Reunidas aquellas Cortes revolucionarias, se presentó el proyecto de Constitución en que abiertamente se proclamaba la libertad de cultos, uno de los postulados del liberalismo, aceptado también por los liberales católicos alegando que así lo piden los tiempos modernos. ¡Lamentable hipótesis, que tantos males ha ocasionado!
En aquellas Cortes desataron sus lenguas viperinas los liberales rabiosos, con tales ataques a la Religión Católica y a la Iglesia, que a la sesión del 26 de abril de 1869 se la ha llamado la «de las blasfemias».
En defensa de la Unidad Católica pronunciaron brillantísimos discursos el Cardenal Cuesta, el Cardenal Monescillo, entonces Obispo de Jaén, Manterola, Canónigo de Vitoria, Ortiz de Zárate, Ochoa, Vinader y otros, todos los cuales impugnaron valientemente los errores del liberalismo.
Y no sólo en las Cortes; también fuera de ellas tuvo ardientes defensores la Unidad Católica y remitieron a las Cortes una petición en favor de la misma con más de tres millones de firmas.
A pesar de tan gallarda defensa, se impuso el criterio del liberalismo sectario y en la sesión del 5 de junio de 1869 sucumbió la Unidad Católica en la Constitución liberal de España, una de las llamadas «de papel» que hemos padecido, tan contrarias a la Constitución secular de nuestro pueblo.
Siguió después desencadenada la persecución liberal contra la Iglesia en términos verdaderamente escandalosos, que los límites de un artículo no permiten relatar minuciosamente, en medio de la cual se destaca el valiente proceder del Episcopado español que no cesó de levantar su voz autorizada contra los atropellos y desmanes del liberalismo.
También tuvo éste decididos impugnadores en las Cortes del 71, en las cuales «la minoría católico-monárquica, o sea, carlista (son palabras de Menéndez Pelayo), fuerte y compacta en aquel congreso más que en ninguno y dirigida por un jefe habilísimo y nada bisoño en achaques parlamentarios (don Cándido Nocedal) alcanzó señalados triunfos contra el liberalismo hasta el punto de obtener como consecuencia forzosa de la libertad de asociación que la Constitución proclamaba el restablecimiento de las Comunidades religiosas».
En las mismas Cortes, don Cándido y don Ramón Nocedal, como dice también Menéndez Pelayo, defendieron valerosamente a la Compañía de Jesús, a la que algunos diputados querían incluir entre las asociaciones ilegales.
Brillante fue, pues, en aquellas Cortes la campaña de la minoría católico-monárquica, es decir, carlista, contra el liberalismo. En ellas estaban los Nocedal, padre e hijo, Aparisi Guijarro, Carbonero y Sol, Barrio y Mier, Martínez Izquierdo, después Obispo de Salamanca, Gabino Tejado, Sánchez del Campo, Vinader, y otros muchos hasta casi 70, todos ellos meritísimos.
En todas las Cortes posteriores hubo también valientes diputados y senadores de las minorías tradicionalistas que prosiguieron la lucha contra el liberalismo, incluso en las de la República última, de execrable memoria. En ellas brillaron, por citar sólo algunos de los que ya murieron Ramón Nocedal, Barrio y Mier, Feliu, Ramery, Lamamié de Clairac (don Juan), Pradera y Olozábal, mártires gloriosos, estos dos últimos, de nuestra cruzada, y el incomparable Mella, pensador profundo, orador elocuentísimo e invencible debelador del liberalismo.
No es posible pasar en silencio, hablando de la lucha contra el liberalismo, escritores que en la prensa periódica o en los libros arremetieron pluma en ristre contra el error liberal. Tales fueron entre otros muchos Gabino Tejado autor de El catolicismo liberal, Navarro Villoslada, Fernández Valbuena, Obispo auxiliar que fue de Santiago, autor de La herejía liberal, Aparisi y Guijarro, los PP. Juan Mir, Julio Alarcón y Fidel Fita, de la Compañía de Jesús, los dominicos Fray Joaquín de Larroca y Fray José Mª Fonseca, el franciscano Fray Francisco Manuel Malo, D. Pedro Casas, Obispo que fue de Plasencia y D. Pedro Rocamora, que lo fue de Tortosa, y el Sr. Marrodan, de Tarazona, Fr. Ezequiel Moreno, Obispo de Pasto, D. Zacarías Metola, Lectoral de Burgos, Roca y Ponsa, Canónigo de Sevilla, D. Manuel Sánchez Asensio, D. Cristóbal Botella, D. Prudencio de Lapaza Martiartu, Eneas y tantos y tantos que con gran valor y maestría combatieron con la pluma el funestísimo error liberal.
Y no podemos pasar en silencio el nombre de D. Francisco Mateos Gago, sabio orientalista, y polemista incansable que con su valiente y doctísima pluma arremetió siempre contra toda casta de liberales y mestizos.
También merece especial mención el que fue Decano del Tribunal de la Rota D. José Fernández Montaña, autor de las Lecciones sobre el Syllabus y afortunadísimo vindicador de la memoria de Felipe II, aquel gran [186] Rey tan calumniado por liberales de toda laya; D. Luis María de Llauder, fundador de El Correo Catalán y El Correo Español; Rdo. D. Emilio Ruiz Muñoz (Fabio) y Rdo. D. Antonio Sanz Cerrada (Fray Junípero), ambos mártires de la Cruzada, así como D. Genaro Fernández Yánez.
De intento hemos dejado para citar el último al gran Sardá y Salvany, por lo mismo que en eficacia es el primero entre los que han combatido el error liberal. Dignos de leerse son sus obras y sus artículos, en todos los cuales hay sanísima doctrina antiliberal y en muchos pone de manifiesto cómo el liberalismo conduce necesariamente al socialismo y al comunismo, que es la peste de nuestros tiempos.
Sobre todos sus escritos descuella El Liberalismo es pecado que reiteradamente hemos citado, precioso opúsculo que fue aprobado por muchos señores Obispos y que, denunciado por los católicos-liberales, mereció la más laudatoria aprobación de la Sagrada Congregación del Índice; su doctrina, por tanto, es segura.
Es de desear la mayor difusión posible de este folleto. Así se disiparán muchos errores y se formará claro concepto de la gravedad del liberalismo, que en sus principios es una verdadera herejía.
Aún viven muchos y muy valientes escritores que no cesan en la campaña contra el error liberal, que tantos males ha acarreado en el mundo y a nuestra Patria amadísima.
Hablando de los impugnadores del liberalismo no se puede prescindir de los periódicos. Imposible citar todos los que en España se han publicado con este notabilísimo empeño. Recordemos por vía de ejemplo El Fuerista y La Constancia de San Sebastián en la cual hizo muy memorables campañas patrióticas D. Juan de Olazábal, asesinado, a causa de ellas en Bilbao; El Pensamiento Navarro, La Tradición Navarra, de Pamplona; El Diario de Sevilla; El Observador de Cádiz; La Integridad de Tuy"; La Libertad de Valencia; El Correo Catalán y El Diario de Cataluña, de Barcelona; El Norte Catalán, de Vich; El Diario de Lérida, y tantos más, que es imposible citar. Pero no se pueden omitir los periódicos radicalmente antiliberales de Madrid El Pensamiento Español, El Correo Español y El Siglo Futuro, fundado en 1875 por D. Ramón Nocedal, periódico, que ha vivido hasta el 18 de julio de 1936, en que fue asaltada y saqueada su redacción por las hordas marxistas. Se puede decir que murió mártir de la causa antiliberal, que siempre sostuvo, sin desfallecer, contra toda clase de enemigos.
No han faltado, como se ve por lo expuesto, valientes adalides de la España católica, contra el liberalismo en las Cortes y en la prensa; pero además también se le ha combatido del modo que, según dice Sardá en el citado El Liberalismo es pecado, es más práctico, eficaz y conveniente: por medio de un partido o agrupación política que personifique las ideas antiliberales. Este partido es el tradicionalista carlista.
Partido que no ha ido a la política, entendido en el sentido vulgar y mezquino que ordinariamente se ha dado a esta palabra de cacicazgo y modo de satisfacer apetencias personales. En este sentido es verdaderamente abominable.
El partido o Comunión tradicionalista fue a la política, en el verdadero y levantado sentido de la palabra, según el cual política o el arte de gobernar bien a los pueblos, no es más –dice Sardá– que la aplicación de los grandes principios de la Religión al ordenamiento de la sociedad, por los debidos medios a su fin.
Si no hubiera partidos o agrupaciones liberales, no hubiera sido necesario que existiera una agrupación o partido o Comunión antiliberal.
Aquellas hacen necesaria la existencia de éstas. Esta es la razón de ser del partido o Comunión Tradicionalista, verdadera y radicalmente antiliberal, por lo cual su misión fue combatir el liberalismo y para ello propugnan por la restauración, como exige nuestra constitución secular, de la tradicional Monarquía española, que no es absoluta ni autoritaria, como lo fue en Francia y también en España en el siglo XVIII, por la influencia francesa, sino católica ante todo, templada, representativa y limitada por los organismos propios de la nación española y de las regiones que la integran, que hacen imposible las extralimitaciones del poder real que sean atropellados los legítimos derechos y libertades de los pueblos.
Esta unión de todos los pueblos de España se basa en la Unidad Católica, rota en los procedimientos de gobierno desde 1812, rota en la ley desde la Constitución del 69, rota también en la Constitución del 76, a pesar de haberla votado o aceptado muchos piísimos varones, y contra la cual, en este punto, protestó Pío IX, de imperecedera memoria.
Por eso, porque el Cristianismo es el que dio unidad a España es por lo que la Comunión Tradicionalista ha propugnado siempre por el restablecimiento de la unidad católica, incluso contra los que, admitiéndola como tesis, sostienen que no es posible en la hipótesis.
El proceder de los tradicionalistas ha sido aprobado por la Santa Sede, pues Pío X, de santa memoria, en la primera norma que dio a los católicos españoles decía textualmente: «Debe tenerse como principio cierto que en España se puede siempre sostener, como de hecho sostienen muchos nobilísimamente, La Tesis Católica Y Con Ella El Restablecimiento De La Unidad Religiosa. Es deber, además, de los católicos el combatir todos los errores reprobados por la Santa Sede, especialmente, los comprendidos en el Syllabus y las libertades de perdición, comprendidas en el derecho nuevo o «Liberalismo».
La doctrina no puede ser más autorizada y más clara y terminante.
Cumplamos, pues, el deber que nos impone el Papa; imitemos el ejemplo de nuestros predecesores y con el Syllabus, por bandera, trabajemos y luchemos siempre contra el liberalismo de toda clase, donde quiera y como quiera que se manifieste, y contra sus necesarias consecuencias, el socialismo y el comunismo, que están destruyendo las naciones.
M. Senante


visto en http://www.filosofia.org/hem/dep/cnc/1945183.htm