domingo, 5 de agosto de 2012

La indisolubilidad del matrimonio




Ardua y difícil se presenta desde luego la cuestión, pues contra la indisolubilidad del vínculo matrimonial ha estallado hoy más que nunca en las regiones del derecho y de la filosofía una verdadera tormenta que de día en día crece, se enfurece, se presenta terrible e imponente, y negra y aciaga amenaza destruir con sus violentos torbellinos la más sagrada de las instituciones sociales. En los países en donde aún los legisladores no se han hecho eco de los sofismas sostenidos por jurisconsultos y filósofos, se siente en las masas una viva inquietud, a cada instante resuena entre ellas una maldición o un anatema horrible lanzado contra la indisolubilidad del matrimonio, « ficción inhumana, delirio cruel, que obliga a vivir bajo un mismo techo a dos seres que mutuamente se odian, y da a los deberes de la fidelidad conyugal una  duración más larga que la de los vínculos del amor. » Así es que en otro tiempo hubieran bastado para demostrar la indisolubilidad del matrimonio las breves razones que expuse al sentar cada uno de los principios de la ley natural sobre esta institución; pero en hoy se hace precisa mayor amplitud al tratar de este asunto.

El matrimonio es por su naturaleza perpetuo e indisoluble; tal axioma lleva escrito el hombre en su corazón en el momento solemne de unirse en conyugal consorcio: axioma evidente de por sí, pero que admite, sin embargo, infinitas pruebas en su confirmación.

Dios ha puesto en el corazón humano un misterioso atractivo, un poderoso sentimiento que le impele hacia el matrimonio: por la fuerza de  este sentimiento se une con otro ser semejante a él; y una vez formada por el amor la sociedad conyugal, surge el deber como complemento y apoyo del amor y como necesario elemento de la nueva sociedad. Pues bien; si demostramos que el amor conyugal es por su naturaleza perpetuo, y que el mismo carácter tienen los deberes matrimoniales, habremos demostrado que la institución es también perpetua e indisoluble por su naturaleza.

Tan característico aparece el deseo de la perpetuidad en el amor verdadero, que sin él no podríamos comprender la existencia de esta pasión. El amigo ama al amigo con el fin de quererle perpetuamente; el padre ama a su hijo con la intención de quererle constantemente; el marido ama a su esposa con el firme deseo de amarla en la eternidad. Ved, si no, cuál es la primera promesa que se hacen dos amantes; empiezan siempre jurándose eterno amor; y la misma promesa formula el seductor al quererse encubrir hipócrita con el manto fingido de la verdadera pasión. El verdadero amor, el amor puro del alma, busca instintivamente la eterna duración, y se presenta siempre en el corazón como vehemente suspiro hacia lo infinito. Insaciable por naturaleza, no se contenta con el abrazo de un momento, ni con los días breves y fugaces de la vida terrena, no puede conformarse con la idea de la muerte, y anhelante dirige constantemente sus miradas hacia la inmortalidad. Vivir eternamente junto al objeto amado; tal es su aspiración suprema. Y cuando la frialdad de la tumba le separó del ser querido se arrodilla junto a la losa del sepulcro y vive melancólico en el mundo de la esperanza. Por eso en el amor impuro, en el amor que halaga únicamente los sentidos nunca nos hallamos satisfechos; nos embriagamos en sensuales placeres, nos hastiamos en materiales goces, satisfacemos todos nuestros deseos, todos nuestros caprichos, y, sin embargo , deseamos siempre, sentimos en nosotros profundo vacío , nos abruma indefinible tristeza, y es porque habiendo prostituido la pasión más noble de nuestra alma, nuestros depravados instintos nos alejan de la constancia y de la eterna fidelidad del cariño. Quitad al amor el deseo de la perpetuidad, privadle del sentimiento de lo infinito, y lo habréis convertido en apetito grosero, en liviano desenfreno. La eternidad del cariño y del afecto constituye por lo tanto el ideal supremo del amor verdadero y el dorado ensueño de sus aspiraciones. No puede haber amor donde no existe el deseo de amar perpetuamente. Y de aquí podemos, por consiguiente, deducir un primer principio en favor de la indisolubilidad del matrimonio, diciendo que la promesa de eterna fidelidad que mutuamente se hacen el marido y la mujer al tiempo de formar la sociedad conyugal, lejos de ser contraria a la naturaleza del amor realiza su más ideal aspiración.

Veamos ahora si los deberes matrimoniales son también perpetuos. Desde luego se presenta una razón, breve por cierto, pero clara y concluyente. Los deberes matrimoniales tienen por objeto el cumplimiento de los fines de la sociedad conyugal, y estos fines son perpetuos, luego perpetuos deben ser también los deberes. El niño al nacer se ve rodeado de necesidades, de miserias; incapaz de subsistir por sí solo, ha menester que sus padres alimenten el soplo de vida que alienta en su cuerpo tan frágil; ha menester de las tiernas solicitudes, de las caricias, de las miradas de su madre; su cuna ha de mecerse en medio del santuario doméstico, y apoyarse a la vez en el heroísmo incomparable de la madre y en la abnegación del cariño paterno. Pero mientras vela la madre sobre la cuna de su hijo, mientras le mantiene en la aurora de la existencia con su propia sangre, con su propia vida, ella también ha menester a su vez de un hombre que la proteja, que la cuide, que traiga al hogar el sustento, que sea en fin la providencia y el amparo de la madre y del niño. Y también después de estos días tan críticos, cuando se va formando luego la educación del hijo, seguirá siendo siempre necesaria la unión de los padres: la madre inculcará en su pecho los tiernos y generosos sentimientos, los conmovedores afectos; y el padre dotará su corazón de fuerza, valor, energía, le enseñará el cumplimiento heroico de todos los deberes.

Negar por lo tanto la indisolubilidad del matrimonio, convertir en pasajera y accidental la unión del varón y de su compañera, separar al padre y a la madre, más aún, hacer sólo posible esta separación, sería entregar la madre al completo desamparo, a la más profunda miseria; sería permitir al padre el desenfreno de todas las pasiones y sancionar sin remedio la muerte del hijo, o por lo menos destruir para siempre en él todos los gérmenes morales de su porvenir. Sintetizando este argumento sin réplica, podemos, por lo tanto, decir que entre los fines esenciales de la sociedad conyugal está la procreación y educación de los hijos. El hijo, para vivir, necesita del amparo de su padre y de su madre; necesita también para su educación el mutuo auxilio de sus padres; y esta necesidad es continua, perpetua: luego continua, perpetua, indisoluble debe ser la unión de los padres.

Y si del terreno de la razón abstracta pasamos al terreno de los sentimientos y de los afectos, veremos que allí también se multiplican las pruebas de la indisolubilidad del matrimonio. Hay en el ser humano un sentimiento que brota desde la infancia, crece con los años y alegra y embellece los días de la vejez; este sentimiento es el de la perpetuidad de los lazos de familia. En todas partes el apellido de familia, pendón de gloria y amor, une en un mismo hogar a las generaciones de hoy y a las generaciones que fueron, y estrecha en un mismo eterno abrazo a los miembros vivos de una familia, así como más tarde recogerá sus restos mortales bajo una misma losa sepulcral. Mueren los que se intitularon esposos, mueren aquellos que se llamaron hermanos; pero en el apellido familiar dejaron para siempre impreso el recuerdo de su mutuo amor, y sus descendientes venerarán su memoria, y el cariño que mutuamente se profesaron será el ejemplo que sus hijos se propongan por modelo. En una palabra, tan firme y arraigado convencimiento tiene el hombre de que los afectos y vínculos de familia son eternos, tan grato es siempre para él este sentimiento de su corazón que en él busca a cada instante un consuelo, y cuando se ve rodeado de amargura en él confía y en él espera. Y si tan arraigado y tan profundo se halla en nosotros el sentimiento de la perpetuidad del parentesco, ¿podrá acaso no ser también perpetuo e indisoluble el vínculo creado por el matrimonio?

¿Afirmaríamos que existe entre hermanos perpetuo é indisoluble parentesco, y negaríamos este carácter a la unión más fuerte aún y más íntima que constituye la sociedad conyugal? ¿Serian perpetuos nuestros vínculos de forzoso y natural cariño con un hermano, y no lo sería el que nos une con la madre de nuestros hijos? No: por más que digan lo contrario los legisladores humanos, por más que hagan del matrimonio una unión accidental y pasajera, leyes tan injustas e inicuas nunca podrán borrar de la frente de dos cónyuges el sello indeleble de la perpetuidad de su unión. 

Podrán estos últimos separarse, podrán contraer nuevos enlaces, pero siempre subsistirán los vínculos del primer matrimonio, su separación quizás habrá sido legítima si fue motivada, mas los nuevos enlaces que contrajeron no merecerán otro nombre que el de adulterios legales o barraganías.

La ley natural del parentesco tiene por carácter primero el sello de la perpetuidad y no hay poder en la tierra que pueda negarle este carácter. Dos hermanos, por distinta que sea su condición por más que el uno sea poderoso monarca y el otro pobre artesano, siempre serán hermanos, los dos habrán tenido un mismo origen, por las venas de uno y otro circulará la sangre de un mismo padre y de una misma madre, y los lazos que los unan serán eternos. Los vínculos del matrimonio son también vínculos de parentesco: y después de los que existen entre padres e hijos, bien podremos decir que son los vínculos de parentesco por excelencia; por tanto también deben ser necesariamente perpetuos e indisolubles. Y desde el momento en que dos seres humanos se consideraron como cónyuges, desde el momento que entre ellos existieron relaciones conyugales, encadenó su corazón una ley de amor cuyo sello indeleble ni aun la muerte siquiera será capaz de destruir.


(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )

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