viernes, 27 de julio de 2012

Estado y Religión




Estado y Religión


De los derechos de Jesucristo y de su Iglesia se derivan para el Estado las siguientes obligaciones:

1. El Estado, como Estado, tiene el deber, absolutamente hablando, de ser católico, es decir, tiene el deber de abrazar y profesar la fe católica con exclusión de toda otra, de suerte que haya una religión del Estado, y que ésta sea la religión católica.

Pues toda persona moral, no menos que cada individuo, viene obligada a reconocer a Jesucristo por Dios, a la Iglesia por su embajadora y esposa, y al Evangelio por ley universal y obligatoria de salvación.

Así como, dice León X III, a nadie es permitido descuidar sus deberes para con Dios, y el primero de todos es abrazar de corazón y con las obras la Religión, no aquella que mejor pluguiere, sino la que Dios mandare, y que por pruebas ciertas e indudables constare ser la sola verdadera entre todas; asimismo las sociedades políticas no pueden, sin cometer un crimen, portarse como si Dios no existiera de ningún modo, o pasarse sin la Religión, como si fuere cosa extraña y de ningún provecho, o escoger una indiferentemente entre muchas, según el capricho; pues honrando la Divinidad , deben seguir estrictamente las reglas y maneras según las cuales declaró el mismo Dios que quería ser honrado.

Además, las consecuencias prácticas de esta obligación general del Estado se extienden más o menos según las circunstancias, el estado religioso de los príncipes y naciones, y el espiritual provecho de las almas.

2. El Estado, como Estado, tiene el deber de ser católico, es decir, además, que no puede imponer jamás ley alguna contraria al Evangelio; jamás puede impedir el ejercicio del poder de las llaves en la persona del Pontífice Romano ni de los Obispos; y jamás puede, porque así le pluguiere, mezclarse en las cosas de la Religión.

3. El Estado, como Estado, tiene el deber de ser católico; es decir también, que debe, según y conforme se lo permitan las circunstancias, llamar a los cargos públicos a hombres que reconozcan o respeten cuando menos los derechos de Jesucristo y de su Iglesia. Debe, cuanto le fuere posible según los tiempos y lugares, tributar a la Iglesia los honores debidos a la Esposa del Rey de los reyes, reprimir a sus enemigos, a los violadores de sus leyes, a los autores de cismas y herejías, y secundar su acción en la reforma de costumbres, multiplicación de asilos y obras de piedad, y conversión de infieles. En una palabra, tiene el deber de ser, como se complacía en proclamarse Carlomagno, «el defensor armado de la Iglesia,» «el devoto auxiliar de la Santa Sede en todas las cosas.»

Los jefes de los Estados, dice León XIII, deben tener por santo el nombre de Dios, y como uno de sus principales deberes favorecer la Religión, defenderla con su benevolencia, y protegerla con la autoridad y sanción de sus leyes, no haciendo ni decretando nada que a su integridad contrario fuere.

En otros términos:

1. El Estado, según el orden por el mismo Dios establecido, no es superior a la Iglesia, es decir, el Estado no tiene propia y originariamente autoridad alguna en materia de Religión.

A la Iglesia, no al Estado, dice León XIII, toca guiar a los hombres hacia las cosas celestiales; y a ella encargó Dios conocer y resolver cuanto atañere a la Religión, y administrar libremente y a su arbitrio los intereses cristianos.

Pretender lo contrario, seria someter a Jesucristo, el Verbo y la Razón de Dios, a la razón del hombre; el orden sobrenatural que emana de Jesucristo, al orden de la naturaleza. Seria querer que el hijo o el servidor mandase al padre.

Así que podríamos legítimamente inferir que las iglesias protestantes y las cismáticas griegas no son ya la verdadera Iglesia de Jesucristo, por el mero hecho de someterse en el orden espiritual a la autoridad temporal del Estado; en efecto, renegaron de los derechos de Jesucristo y de su Iglesia.

2. E l Estado no está fuera de la Iglesia, es decir, que en rigor de principios, y haciendo abstracción de las circunstancias que moderan o suspenden su aplicación y excusan o legitiman una conducta diferente, no tiene derecho a encerrarse en una especie de neutralidad para con la misma, absteniéndose por igual de perseguirla y acatarla, y haciendo profesión de no conocerla, dejándole a favor de esta ignorancia legal su independencia, y creyéndose libre a su vez de todo vínculo y dependencia respecto de la misma.

Tomar esta actitud del Estado por la condición normal de sus relaciones con la Iglesia, seria desconocer la preeminencia del orden sobrenatural sobre el natural, y la primacía del Verbo o Razón de Dios sobre la razón del hombre.

Por tanto, si el Estado está fuera de la Iglesia sin haberle jamás estado sujeto, es decir, porque es pagano, se halla en el caso de infidelidad; y tiene, junto con el pueblo a quien gobierna, la saludable obligación de oír dócil y atentamente la predicación del Evangelio, de convertirse con él y por ende entrar en la gran familia de las sociedades cristianas.

Si el Estado está fuera de la Iglesia después de haberle estado sometido, y, por consiguiente, por haberse separado de ella, se halla en el caso de apostasía, y tiene, lo mismo que la nación, la obligación de volver a su Madre y reconocer su benéfica autoridad.

En uno y otro caso, mientras esté fuera de la Iglesia, se halla en un estado anormal y contrario al orden que Dios, autor de la Iglesia y de la sociedad, estableció entre sus diversas obras.

La naturaleza y la razón, dice León XIII, que nos imponen a cada uno la obligación de honrar a Dios con un culto santo y religioso, porque dependemos de su poder, y porque, viniendo de Él, debemos volver a Él, obligan con la misma ley a la sociedad civil; pues, en efecto, los hombres unidos con los lazos de una común sociedad, no dependen menos de Dios que aisladamente considerados.

3. El Estado es inferior a la Iglesia, es decir, le es inferior en dignidad, y, por lo mismo, le está subordinado en el plan divino, y debe en materia de religión reconocer su autoridad.

En efecto, si el Estado no es ni superior a la Iglesia, ni está fuera de ella, necesariamente debe ser inferior a la misma. Si no es ni superior, ni extraño a la Iglesia, le es inferior.

Como el fin a que tiende la Iglesia, dice León XIII, es sobre todos los demás nobilísimo, asimismo su poder es por superior manera excelente entre los demás, y no puede de ningún modo ser inferior ni estar sujeto al poder civil.

Esta subordinación del Estado a la Iglesia, o esta supremacía de la Iglesia sobre el Estado, encierra tres consecuencias, a lo menos en la pura teoría del Estado que conoce y acepta todos los deberes que esta natural dependencia le impone:

1. El Estado debe hacer profesión de la religión católica;

2. El Estado debe proteger la religión católica;

3. El Estado está sujeto al poder coercitivo de la Iglesia; y está también sujeto a su poder imperativo en las cosas temporales que se hallan estrechamente enlazadas con los intereses espirituales de las almas. Por esta doble razón tiene la Iglesia sobre el Estado en las cosas temporales el poder llamado indirecto, del cual habremos de tratar nuevamente cuando hablemos de los errores semiliberales.

Sin embargo, hagámoslo notar otra vez, el Estado no por esto queda absorbido por la Iglesia; tiene su fin propio en el bien temporal de los pueblos, el buen orden y la prosperidad de la ciudad; y en las cuestiones de orden puramente temporal depende inmediatamente de Dios solo, que lo fundó y le hizo sumamente respetable entre los hombres.

(Tomado de "La ciudad anticristiana", de Paul Benoit)

domingo, 22 de julio de 2012

Gabriel García Moreno




Gabriel García Moreno: político y católico


Para muchos son dos conceptos que se excluyen mutuamente: uno no puede ser a la vez un buen político y un buen católico. Porque, dicen, o deja de pensar como católico si quiere ser político, o deja de actuar como político si busca vivir como católico.

La realidad es otra, y lo prueban vidas concretas de políticos que supieron vivir y actuar desde su fe y para el bien de sus pueblos. Uno de esos políticos se llamaba Gabriel García Moreno (1821-1875).

Gabriel había nacido en Guayaquil, Ecuador. Pronto se distingue por su mente despierta y su corazón anhelante de nuevas conquistas. A los 15 años empieza a estudiar, en la Universidad de Quito, filosofía y leyes.

Termina el doctorado con 25 años y se dedica a escribir y actuar como político católico. Viaja a Europa, vuelve a Ecuador. Empieza a ser perseguido por sus ideas políticas, por lo que sufre el exilio. Lee y estudia una cantidad enorme de libros de historia, filosofía, ciencias: su deseo de saber parece inagotable.

Regresa nuevamente a su patria. Pasa, sin embargo, por un periodo de cierto apartamiento religioso, pues no acude ni a misa ni a la confesión, aunque públicamente defiende a la Iglesia católica. Un día, un ateo con el que discute le hace ver su incoherencia: ¿cómo alguien que promueve ideas católicas luego no practica lo que dice creer?

Para Gabriel García esas palabras son la ocasión para dejarse tocar por la gracia y dar el paso hacia una profunda conversión. Se confiesa y desde entonces acude a misa cada día.

Su carrera política lo lleva primero a ser alcalde de Quito (1857), luego senador y, finalmente, presidente de la República de Ecuador (desde 1861).

Llega al poder en momentos difíciles para su patria, herida por luchas continuas y por gobernantes que han buscado, de un modo o de otro, eliminar de la vida pública cualquier huella de la fe católica.

Desde su puesto de estadista, Gabriel García Moreno emprende una labor inmensa de reconstrucción, al mismo tiempo que reduce el gasto público. No olvida los valores católicos de su pueblo, por lo que busca promover la presencia de la fe también en la vida pública.

En 1865 deja el cargo, pero a los 4 años vuelve a ser reelegido como presidente de Ecuador (1869-1875).

En ese segundo periodo lanza el proyecto de consagrar su patria al Sagrado Corazón de Jesús. La idea es propuesta primero a los obispos, que la aprueban. Luego obtiene el voto favorable en el Congreso. Ecuador será el primer país del mundo en consagrarse al Corazón de Cristo, en el año 1873.

Los enemigos y críticos no faltan, y Gabriel García vislumbra que la muerte puede llegarle en cualquier momento. No por ello deja de cumplir su deber. Mantiene una oración frecuente y participa siempre que puede a la misa y a otros actos de culto.

Su vida espiritual queda reflejada en unas notas personales que puso en las últimas páginas de una copia de la “Imitación de Cristo”, el famoso libro de Tomás de Kempis que García Moreno llevaba siempre consigo. En esas notas leemos lo siguiente:

“Oración cada mañana, y pedir particularmente la humildad. En las dudas y tentaciones, pensar cómo pensaré en la hora de la muerte. ¿Qué pensaré sobre esto en mi agonía? Hacer actos de humildad, como besar el suelo en secreto. No hablar de mí. Alegrarme de que censuren mis actos y mi persona. Contenerme viendo a Dios y a la Virgen, y hacer lo contrario de lo que me incline. Todas las mañanas, escribir lo que debo hacer antes de ocuparme. Trabajo útil y perseverante, y distribuir el tiempo. Observar escrupulosamente las leyes. Todo ad majorem Dei gloriam exclusivamente. Examen antes de comer y dormir. Confesión semanal al menos”.

Durante el año 1875 la situación de su país se hace cada vez más tensa. Grupos de opositores, sobre todo entre los liberales, lanzan continuos ataques contra García Moreno. Incluso algunos hipotizan que pueda cometerse un magnicidio.

A pesar del ambiente hostil, la mayoría de las fuerzas políticas deciden reelegirlo por tercera vez para ocupar la presidencia de Ecuador. Pero algunos ya han decidido asesinarlo.

García Moreno sabe que sus días están contados. En julio de 1875, después de ser reelegido, escribe una carta al Papa Pío IX:

“Ahora que las logias de los países vecinos, instigadas por las de Alemania, vomitan contra mí toda especie de injurias atroces y calumnias horribles, procurando sigilosamente los medios de asesinarme, necesito más que nunca la protección divina para vivir y morir en defensa de nuestra religión santa y de esta pequeña república... ¡Qué fortuna para mí, Santísimo Padre, la de ser aborrecido y calumniado por causa de Nuestro Divino Redentor, y qué felicidad tan inmensa para mí, si vuestra bendición me alcanzara del cielo el derramar mi sangre por el que, siendo Dios, quiso derramar la suya en la Cruz por nosotros!”.

A los pocos días, el 4 de agosto, dirige unas líneas a un amigo: “Voy a ser asesinado. Soy dichoso de morir por la santa fe. Nos veremos en el cielo”.

El día fatal llega dos días después. El 6 de agosto de 1875, Gabriel García Moreno va a misa a las 6 de la mañana. Los asesinos ven mucha gente en la iglesia, y deciden esperar.

Un poco más tarde, el presidente se dirige a la catedral. Le dicen que alguien le espera fuera. Sale, y el grupo de asesinos se abalanza sobre él. Lo hieren a muerte con golpes de machete y armas de fuego. A los pocos minutos, después de recibir los sacramentos, fallece.

Pocos conocen la historia de este político católico. Gabriel García Moreno supo simplemente acoger el Evangelio en su vida, y desde la fe intentó servir a su Patria.

Su muerte se convierte en un testimonio de fidelidad a Cristo y a la Iglesia, y en un ejemplo para que otros hombres y mujeres, dispuestos a servir generosamente a sus pueblos como políticos católicos, estén preparados para la gracia suprema del martirio.

(Tomado de: http://www.lavoz.circulocarlista.com/hispanidad/gabriel-garcia-moreno-politico-y-catolico)

 

viernes, 20 de julio de 2012

El fin del imperio español en América

Con el fin de conmemorar la fecha del 20 de julio, día de la "independencia" colombiana, hemos querido poner a disposición de nuestros lectores el siguiente texto de don Eugenio Vegas Latapie, en él, el autor expone las verdaderas causas que motivaron el proceso independentista. Esperamos que su lectura sirva para disipar algunas cortinas de humo y tergiversaciones que se han tejido en torno a aquellos sucesos y que han servido de "leyenda negra" contra la obra española en tierras latinoamericanas.


VEGAS LATAPIE - EL FIN DEL IMPERIO ESPAÑOL EN AMÉRICA

viernes, 13 de julio de 2012

LA FAMILIA




LA FAMILIA


Indispensable cimiento de todas nuestras relaciones sociales, hecho necesario y fatal superior a la voluntad humana, la familia es el fundamento primero de toda sociedad, sin ella nunca ha existido ni podido existir el hombre; nunca ha existido ni podido existir tampoco sociedad alguna humana, y cualquier doctrina que pretenda destruir los sentimientos de cariño, amor y respeto entre marido y mujer, entre padres e hijos, destruirá también irremisiblemente todo el edificio social. 

No hay mayor vínculo social para el hombre que los principios eternos que sirven de base a nuestra unión augusta y sagrada en el seno del hogar doméstico. Si desaparecen estos principios, si desaparece la familia, desaparece también con ella la sociedad civil y política y toda sociedad humana.

Necesitamos la familia, para que broten en nuestro pecho sentimientos de honor, de dignidad, de abnegación, de heroísmo, de virtud; necesitamos la vida del hogar para que alienten en nuestra alma el aprecio de nuestros semejantes, los tiernos afectos de la vida, los heroicos impulsos del verdadero amor; porque si de la ley de amor que sentimos en nosotros nace la sociedad, en ninguna parte aparece esta ley tan grandiosa y bella como en la familia. Es, en efecto, la familia el santuario del amor, el cielo en la tierra, el más alto grado de la felicidad terrena; en ella se ensancha el corazón humano, se dilata el ya tan inmenso horizonte de los sentimientos y de los afectos, y refugiado en su misterioso seno, vive el hombre en un mundo ideal y divino, donde respira el celestial ambiente del tierno cariño, y recibe extasiado las caricias seductoras de una esposa, mientras contempla embebecido la alegría incomparable de las inocentes criaturas que le deben el ser. Don admirable del cielo, mística e inexplicable unión de los más ideales sentimientos de la humanidad, la familia es el templo grandioso y sublime que se eleva majestuoso sobre la base inmortal de la unión conyugal y de los vínculos indestructibles del amor paterno y de la piedad filial; bajo sus altas bóvedas vive y crece el amor en sus mil formas distintas, en sus mil variados matices; consuelo del desgraciado, asilo del oprimido, en él nos amparamos cuando invaden nuestro corazón la tristeza y la amargura, y al instante nos vernos rodeados de seres por nosotros queridos, que amantes secan nuestras lágrimas, y llorando con nosotros, calman nuestro dolor y disminuyen nuestras penas. 

¡Qué desdichado sería el hombre si, al verse desgraciado, no pudiera cruzar sus miradas con las de una esposa querida o las de un hijo idolatrado, y recibir el bálsamo divino del consuelo, de las caricias de una madre o de los labios venerados de un padre!

En la familia adquieren su mayor desarrollo los afectos morales del hombre, y en ella únicamente aparecen sus más nobles sentimientos y sus más puras inclinaciones; en ella nos vemos rodeados de seres superiores, iguales, e inferiores a nosotros, y así crece en nuestra conciencia el sentimiento de nuestra propia dignidad y el aprecio de la dignidad ajena; en ella, en fin, es donde se realizan los más heroicos sacrificios de pura abnegación, y donde más imponentes se presentan los vínculos sociales de la humanidad.

El hombre al sentirse amado quiere mostrarse digno de la pasión que ha promovido; y el amor, crisol donde se purifica el oro de las virtudes, se convierte en él en causa de inocencia y de pureza de costumbres; contempla el candor angelical de sus hijos, y ante él extasiado teme que sus acciones mancillen la pureza virginal de la infancia y marchiten la flor incomparable de la inocencia; y si Dios le dio Por hija una virgen del cielo, el padre venturoso no vive sino por conservar intacto el tesoro inapreciable que posee, y en ángel se convierte por custodiar tanta pureza. Rodeado así del tierno cariño de su esposa virtuosa, de la candorosa inocencia de sus hijos, y de la celestial pureza de la virgen que le da el nombre de padre, el hombre no puede menos de convertirse en imitador y en modelo de virtudes; y se forma en el hogar doméstico esa atmósfera ideal de amor, de inocencia y de virtud que, como el incienso de los templos, benéfica se extiende por la tierra y luego se eleva misteriosa en el espacio hasta llegar al trono del Altísimo, donde llena de gozo y alegría las espirituales regiones de la gloria. Y si existe algún ser desgraciado que vive solo en el mundo porque la muerte le separó de las personas por él amadas, se acordará en medio de sus desdichas de los días felices de su infancia, se acordará de las escenas de virtud y de amor que presenció en la familia, y el dulce recuerdo de su felicidad pasada mejorará sus sentimientos presentes y será la idea querida que le guíe por la senda escabrosa del bien. 

De este modo, elemento poderoso de moralidad, es la familia la base y el modelo de toda sociedad; allí donde crezca lozana y pura esta institución divina, prosperarán los Estados, existirá una admirable conciencia pública, censora eterna e incorruptible de la moral privada; tendrá el hombre el sentimiento de su dignidad y de su sublime misión social; se respetarán los derechos sagrados del hombre y de la humanidad; brillará con incomparable esplendor el culto hermoso de la mujer; y unidos los hombres por los lazos sublimes del amor y de la caridad, presentarán en la tierra la imagen seductora de la inmortal bienaventuranza de aquella sociedad divina que se llama la ciudad de Dios , la celestial Jerusalén , en la cual, unidas en el eterno abrazo del supremo Amor, vivirán eternamente las criaturas.

(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )



jueves, 12 de julio de 2012

ORIGEN NATURAL DE LA SOCIEDAD


        


SOCIABILIDAD DEL HOMBRE.


No estoy yo solo en el universo. Al mirar en torno mío, me contemplo en mis semejantes, y en ellos hallo mi propia imagen mil y mil veces repetida; y si penetro en su corazón, admiro en él como en el mío una misma ley de justicia y de puro y divino amor, y encuentro con asombro las pasiones y los sentimientos del alma mía, y aquella fuerza interior, vaga, misteriosa, invisible, que me impele hacia el bien y me extasía ante la virtud ; y si abarco la humanidad con la mirada inmensa del pensamiento, veo por todas partes unidad de fin, armonía de inteligencias, concordia de voluntades; veo, en fin, al ser humano que, unido en una misma ley social, avanza libre y majestuoso persiguiendo al través del tiempo y del espacio la perfección indefinida: fin grandioso y sublime destino que a sus acciones impuso el Ser Supremo.

El hombre es por su naturaleza un ser social; hijo de una sociedad, es la sociabilidad uno de los elementos constitutivos de su ser; nace y vive entre sus semejantes, y sólo entre ellos le es grata la existencia, sólo entre ellos puede cumplir la ley de cariño y de amor que siente en su corazón; sólo entre ellos puede caminar hacia su destino de perfección indefinida. Y reparad cómo en todos los períodos de la vida humana sobresale este instinto de sociabilidad. Nace el niño, abre los ojos, y al instante tiende los brazos a su madre, gime y llora, no puede hablar; pero el instinto, supliendo en él la falta de razón, le hace implorar la piedad materna, para que se apiade de él y no le abandone, pues necesita largos años y el calor del regazo materno y el amor inefable de un padre. Rodeado desde el nacer de necesidades y flaquezas, no podría sin el cariño incomparable de los que le dieron el ser pasar el período más crítico de su existencia, el largo y penoso período de la infancia.

Corren los años, y van disminuyendo insensiblemente las debilidades de la niñez; pero surge entonces un nuevo vínculo social, que no es ni el de la imperiosa necesidad, ni el del instinto de conservación, sino el vínculo admirable del amor filial, que sólo brota en el corazón del hombre y trae consigo al hogar doméstico días de pura e inocente alegría, años demasiado breves, de grato consuelo y de dulce esperanza. Brotan luego sucesivamente mil diversos sentimientos, mil distintos afectos; se enciende poco a poco el fuego de las pasiones, y el amor y el odio, el cariño y la aversión, la alegría y la tristeza, la ira y la templanza empeñan cruda guerra en el pecho del adolescente.

Alcanzan toda su madurez los bríos juveniles, y se apodera de su ánimo no sé qué espíritu de independencia, no sé qué aspiraciones de libertad, que convierten en insufrible opresión el más dulce y suave de todos los yugos, el yugo de la autoridad paterna. Cuando sopla, este viento huracanado, es cuando más podría pensar el hombre en separarse de sus semejantes, en alejarse de la sociedad, y en ir a pasar en el fondo de un desierto el resto de su existencia: fuerte y robusto se siente entonces su cuerpo, ningún temor le arredra, busca frenético peligros y aventuras; mas entonces estalla en su corazón una pasión vehemente, insaciable, irresistible, que hasta aquel día permaneció oculta: ama con delirio el joven, y el amor, nuevo vínculo social del hombre , le une en conyugal consorcio y crea la sociedad matrimonial, que sólo terminará con los días de su existencia. Entonces crece también la ambición, que únicamente puede realizar sus fines en medio del trato de los hombres; y así encadenado por sus pasiones, sigue el hombre necesitando para su existencia el elemento natural de la vida social.

Y cuando pasaron ya los hermosos días de la primavera de nuestra vida, y los de la madurez de la edad; cuando vivimos en el límite supremo del mundo de los recuerdos y del mundo de la eternidad, brotan de nuevo las necesidades de la infancia, y uniéndose al entrañable cariño de nuestros hijos, y a los estrechos vínculos del grato recuerdo de antiguas amistades, esperarnos tranquilos y contentos la hora postrera de la separación, confiando en que con veneración se cumplirán nuestras últimas voluntades, y llenos del dulce consuelo de que sobre nuestra tumba se oirán piadosas oraciones, y que con lágrimas de cariño se regarán las matas de melancólicas flores que en torno de nuestra losa sepulcral plantó la tierna piedad de una mano amiga.

Sí: es la sociedad una institución divina, en la cual tiene el hombre que pasar su existencia; es el complemento de la personalidad humana, la portentosa naturaleza donde vive, crece y se desarrolla el rey de la creación, y la atmósfera misteriosa en la cual únicamente puede respirar nuestro entendimiento y en cuyas ideales regiones nos es dado alcanzar la perfección indefinida.

Tanto se ha hablado ya sobre el pacto social, que inútil se hace recordar los incontestables argumentos que destruyen su ridícula teoría. No expondré aquí el conocido dilema histórico, que él solo bastaría para desechar tan perniciosa doctrina, Si nació de un pacto la sociedad, este pacto es un hecho, y un hecho notable entre todos, pues de él nacieron todos nuestros derechos y nuestros deberes sociales. Pero si es un hecho tan trascendental, deben existir pruebas palpables de su existencia; y estas pruebas las reclama la humanidad por él encadenada; la humanidad, que no contentándose con paradojas de sofistas, pide con razón que se le enseñe tan siquiera un documento en donde vea que renunció a su libertad y a su albedrío, y que enajenó su igualdad y su independencia para vivir en la opresión y en la esclavitud social. En vano se buscará tal documento en el eterno archivo de la Historia, pues sólo en el siglo pasado fue cuando se le ocurrió a un filósofo enseñar a la humanidad que, libre en un principio, andando el tiempo se esclavizó por un capricho.

Los filósofos del pacto social, saliéndose de todas las tradiciones de la Historia y negando los más íntimos sentimientos de la naturaleza humana, suponen a nuestros primeros padres viviendo aislados vida salvaje en medio de los bosques; crean hombres abstractos en selvas abstractas; hacen de ellos seres desgraciados , sin sentimientos, sin creencias , sin necesidades morales; seres infortunados, sin porvenir y sin destino, que, como los filósofos de la Enciclopedia , viven en el caos absoluto del entendimiento: escépticos por instinto, porque desconocen los inefables consuelos que tiene para el ser humano la fe arraigada y el profundo convencimiento, y sienten vacío el corazón porque en él no ha brotado la más leve sensación de ternura y de cariño. El siglo XVIII, al fantasear los autores del pacto social, al fingir unos inventores de la sociedad humana, inconscientemente reflejó en ellos su propio carácter: les negó todo sentimiento religioso, todo instinto poético y toda idea de amor y de cariño, que espontáneamente crecen en el corazón del hombre durante los días de la infancia de las sociedades; y en lugar de esos vínculos de unión, en lugar de esos elementos de progreso y de sociabilidad, colocó en sus manos el hacha y la flecha del salvaje, símbolos eternos de destrucción y de discordia; les dio el genio que destruye y no el genio que edifica; pintó en ellos el carácter escéptico y frio del enciclopedista y no el entusiasmo religioso, los poéticos y nobles sentimientos del hombre, al verse por vez primera rey de la creación y al contemplar las bellezas indecibles de la primera aurora. El hombre no es, no, el autor de la sociedad y menos aún el hombre primitivo de Rousseau; la invención del hacha de piedra y de la flecha no son, como lo afirman los partidarios del pacto, el primer paso dado por el ser humano hacia el estado de sociedad; así como al nacer el león se dirigió al desierto, así como el águila se elevó a las inaccesibles alturas de los montes, el rey de la creación, obedeciendo a una ley imperiosa de su naturaleza, amó a sus semejantes, y en la sociedad buscó el destino de su existencia.

El hombre se reunió en sociedad porque es un ser social por naturaleza; porque siente en su corazón una ley imperiosa de amar a sus semejantes; porque se lo dice su conciencia; porque se lo dicta su razón y se lo exigen las necesidades de su alma y de su cuerpo. Alejad al hombre de la sociedad, le veréis envilecerse y embrutecerse gradualmente, y será su condición poco superior a la de las fieras del bosque; tendrá, si se quiere, más que instinto, tendrá razón, tendrá también en sí el germen de la moralidad de sus acciones, de la, perfección y del progreso indefinido; pero son plantas estas que sólo crecen con la unión y el trato de los hombres y que sólo se desarrollan respirando el ambiente social. Sin sociedad no hay lenguaje; sin lenguaje no hay comunicación de ideas, y sin comunicación de ideas no existen ni artes ni ciencias, y permanece la sociedad en eterna infancia, condenada a vivir en círculo angustioso y fatal, que ni se ensancha ni se estrecha, y ofrece a su insaciable actividad en el largo trascurso de los siglos el mismo limitado  y monótono horizonte.

Ser ideal e inmenso, nació la sociedad al mismo tiempo que el hombre, y desde entonces nunca ha dejado de existir.

Creada por el Supremo Hacedor para ser el santuario del progreso y de la perfección humana, se cierne majestuosa sobre el inmenso espacio y boga en el mar de las edades; a sus pies mueren los hombres, pasan los siglos, desaparecen las generaciones, cambia la faz de los pueblos, y ella, avanzando siempre, sigue inalterable en su ley de perfección. El tiempo destruye en torno suyo; pero ella, creciendo grandiosa sobre las ruinas, recoge la herencia de lo pasado en la agonía de los imperios y de las edades, para depositarla en la cuna de las nuevas civilizaciones que a su vez espirarán en sus brazos. Y así, embellecida por los siglos, atesora en su fecundo seno las riquezas del entendimiento, da vida a las ciencias y a las artes, y comunica a las nuevas generaciones las conquistas del tiempo pasado; por ella progresa la humanidad y camina hacia su perfección; por ella alienta la noble ambición en el corazón humano, y la caridad, la fama, el bienestar, la riqueza y la gloria son bienes que por ella sólo existen en el mundo.

No quiero ni puedo detenerme en el examen de la teoría del pacto presunto o tácito del género humano y en la refutación de las doctrinas de las demás escuelas políticas y sociales que traen su origen de la utopía de Rousseau y se empeñan en hallar el principio de la sociedad únicamente en la voluntad humana. Hijas degeneradas de las doctrinas del pacto social, se destruyen todas ellas con los mismos argumentos que antes enunciaba.

Queriendo evitar ciertas contradicciones, incurren todas ellas en inexplicables errores; suponen que el hombre aislado, cuya inteligencia apenas funciona, pudo concebir el estado más perfecto de la sociedad civil; suponen que esta concepción entró igualmente y a un mismo tiempo en la mente del mayor número de los hombres; suponen que, libres y sin freno, buscaron éstos un freno y una opresión; suponen que los descendientes obedecieron sin resistencia al pacto inicuo de sus ascendientes; suponen que siendo la sociedad hija de un contrato entre los hombres, los derechos y las obligaciones que nos impone no pueden modificarse ni destruirse por el mutuo consentimiento de las partes ; y suponen, en fin, que el hombre cambió de naturaleza, por un acto de su voluntad , y que ser libre y aislado en un principio, se convirtió por un contrato en un ser social y esclavo. ¿Puede reunirse en menos trecho mayor número de absurdos errores? Fruto legítimo de las funestas doctrinas de los siglos XVII y XVIII la teoría del pacto social está destinada a servir de escarnio y mofa a las venideras generaciones, que nunca podrán figurarse, en su asombro, cómo pudo tener jamás partidarios tan extraña locura, y sobre todo, cómo pudieron realizarse a nombre suyo tantas y tan sangrientas revoluciones.

Al lado de estas aberraciones de la inteligencia, surge otra escuela que con más nobles, aunque erróneas doctrinas, pretende que a la familia debe la sociedad su origen.

La familia ha sido en efecto la forma primera de la sociedad; ha sido la primera esfera en que se ha agitado la actividad social del hombre, ha sido el origen histórico de las tribus y de las naciones, el molde de la sociedad política, pero de ningún modo el origen natural y primitivo de la sociedad; y pretender lo contrario es confundir el efecto con la causa, es afirmar que existe en nosotros la sociabilidad, porque existe la familia, mientras por el contrario se reúne el hombre en familia porque siente en su naturaleza la ley de sociabilidad. Nosotros creemos que la sociedad primera fue la sociedad conyugal, y que de ella se derivan todas las demás sociedades particulares; pero es al mismo tiempo nuestra firme creencia que de la sociabilidad humana nace a su vez la sociedad conyugal, y que ésta no fue más que el primer producto, la creación primera de aquella ley eterna.

Antes que existiese el hombre, tintes que fueran los mundos, antes que de la nada saliera el universo, existía la sociabilidad en el ser inconcebible del Altísimo: era una de las leyes de sus planes eternos, uno de los elementos constitutivos del tipo humano, que precediendo los tiempos de la creación vivía en la inmensidad de la concepción divina. Y cuando después de aquellos días misteriosos de la creación, la divina omnipotencia hubo formado los mundos: cuando hubo creado cada ser con leyes propias de existencia, sacó también al hombre de la nada, y realizando en él la idea concebida en el presente eterno de su incomprensible eternidad , puso en su corazón la inteligencia , y con ella la sociabilidad. Y obedeciendo a esta ley, el hombre ha buscado siempre la sociedad, porque es el elemento de su existencia y la esencia de su naturaleza; sin ella perecería su cuerpo y quedaría sin desarrollo su inteligencia.

La sociedad humana es, por consiguiente, la consecuencia de la sociabilidad del hombre. Y siendo la sociabilidad una ley eterna, puesta en nosotros por el supremo Hacedor, la sociedad es de origen divino y no de origen humano ; nació porque quiso Dios que el ser humano cumpliera en ella los destinos de su existencia terrena , y no porque así lo pactaron los hombres.

Para entrar en sociedad el hombre no necesitó cambiar de naturaleza, como lo pretenden Rousseau y su escuela; le bastó seguir los impulsos de su corazón y cumplir las leyes de su naturaleza. Ser infinito, inteligente y libre, se vio rodeado de sus semejantes, que como él tenían un mismo origen y un mismo fin y aspiraban a un mismo bien; su razón le descubrió el principio de su ser moral; su conciencia le reveló que en él existía un natural amor para con sus hermanos; y haciendo uso de las facultades que le dio el divino Hacedor, vio, conoció, amó; y desde entonces formó necesariamente la sociedad humana, hija de la ley divina que obraba en su corazón, y no de un pacto dictado por su conveniencia y contrario a su naturaleza.

Pero si el ser social forma una propiedad esencial de la naturaleza humana, hay dos clases de sociedades en las cuales ejerce el hombre su actividad social: constituye la primera de estas clases la sociedad universal de todo el género humano, y pertenecen al segundo orden las sociedades que pueden llamarse particulares.

La sociedad universal es la unión de todos los hombres en el logro de un mismo bien, con medios legítimos entre sí concertados. El hombre, desde el momento en que nace, pertenece a esta sociedad en calidad de miembro de la gran familia del género humano, y no es en él potestativo el renunciar a vivir en su seno, pues al crearle la voluntad divina, le destinó a pasar su existencia en medio de sus semejantes. El aislamiento sería para él un verdadero suicidio; sería ir contra sus naturales sentimientos, contra sus naturales inclinaciones; sería, por fin, alejarse del elemento donde únicamente puede vivir su ser moral. En esta sociedad, Dios es la autoridad única y suprema; puso en el hombre las leyes de su infinita sabiduría, y a la criatura no le corresponde más que obedecer y cumplir sumisa los designios de la voluntad divina.

En la sociedad particular, Dios ejerce, por el contrario, su autoridad de una manera mediata, pues un ser humano individual o colectivo es el que ejerce la autoridad inmediata. La sociedad universal es siempre necesaria; la particular puede ser necesaria y voluntaria; aquella resulta siempre por sus fines justa y buena; ésta puede ser buena o mala: ante Dios todos los hombres son iguales, y por consiguiente, los miembros de la sociedad universal tienen siempre igualdad de derechos; pero la sociedad particular admite desigualdad de los derechos de sus asociados. Una, invariable, eterna, la sociedad universal es la grandiosa e inconmensurable esfera donde se desarrolla la actividad social del género humano; unidos todos los hombres en su seno, se aman y se quieren entre sí, y abrazándose se apellidan hermanos; en ella únicamente adquiere la humanidad todo su desarrollo y cumple sus destinos de indefinida perfección; por ella no forman los hombres más que una familia inmensa, que dirigida por el cariño paternal y divino del Supremo Hacedor, a un mismo tiempo progresa y se perfecciona, a un mismo tiempo ama, suspira y desea, sufre y padece, confía y espera. Varia en su esencia, la sociedad particular es a la sociedad universal lo que el individuo a la sociedad; es la limitada pero admirable esfera donde libremente se agita la actividad individual del hombre en unión con otras voluntades; en ella son más fuertes los vínculos sociales ; en ella crece, vive y se desarrolla la institución divina de la familia; en ella aparece el amor conyugal y el vivo y tierno cariño del padre y de la madre , del hijo y del hermano; en ella brota, en fin, la pura alegría y el dulce consuelo de la amistad, que uniendo a dos almas en los mismos afectos y en los mismos sentimientos, constituye en la tierra el puro reflejo de la unión celestial de los hombres en la vida de la eternidad.

(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )

jueves, 5 de julio de 2012

Libro : La ilusión liberal


Este libro es un verdadero clásico sobre el liberalismo "católico", su autor fue un célebre apologista del siglo XIX en Francia, conocido por su ardiente defensa de la Iglesia y por su estilo incomparable.