lunes, 23 de abril de 2012

Acerca de la mortificación cristiana




DE LA MORTIFICACIÓN


Que es menester juntar la mortificación con la oración, y que estas dos cosas se han de ayudar la una a la otra.

Bueno es juntar la oración con el ayuno, dijo el ángel Rafael a Tobías (12, 8) cuando se le descubrió. Por nombre de ayuno entienden comúnmente los Santos todo género de penitencia y mortificación de la carne. Estas dos cosas, mortificación y oración, son dos medios de los más principales que tenemos para nuestro aprovechamiento, los cuales conviene que anden juntos y acompañados el uno con el otro. El bienaventurado San Bernardo, sobre aquellas palabras de los Cantares (3, 6): ¿Quién es ésta que sube por el desierto como un pebete compuesto de  diversas especies aromáticas de mirra e incienso, que va echando grande olor de sí?, dice que estas dos cosas, la mirra y el incienso, por las cuales son significadas la mortificación y la oración, nos han de acompañar siempre, y nos han de hacer subir a lo alto de la perfección y dar buen olor de nosotros a Dios; y que la una sin la otra poco o nada aprovechan. 


Porque si uno trata de mortificar la carne, y no trata de oración, será soberbio; y a ése se le podrá muy bien decir aquello del Profeta (Sal., 49, 13): [¿Por ventura he de comer yo carne de toros, o he de beber sangre de  machos de cabrío?] No agracian a Dios esos sacrificios de carne y sangre a solas. Y si uno se diere a la oración y se olvidare de la mortificación, oirá lo que dice Cristo nuestro Redentor en el Evangelio (Lc. 6, 46): ¿Para qué me llamáis con la oración, Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo? Y aquello del Sabio (Proverb., 28, 9): [Será execrable la oración del que cierra sus oídos para no escuchar la ley]. No agradará a Dios vuestra oración, si no ponéis por obra su voluntad.

San Agustín dice que así como en el templo que edificó Salomón hizo dos altares, uno allá fuera donde se mataban los animales que se habían de sacrificar, otro dentro, en el Sancta Sanctorum, donde se ofrecía incienso compuesto de diversas especies aromáticas; así también ha de haber en nosotros dos altares, uno allá dentro en el corazón, donde se ofrezca el incienso de la oración, conforme a aquello de San Mateo (6, 6): 12[Cuando hubieres de orar, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre en secreto]; otro acá fuera en el cuerpo, que ha de ser la mortificación. De manera, que siempre han de andar juntas y hermanadas estas dos cosas, y la una ha de ayudar a la otra, porque la mortificación es disposición necesaria para la oración, y la oración es medio para alcanzar la perfecta mortificación.

Cuanto a lo primero, que la mortificación sea disposición y medio necesario para la oración, todos los Santos y maestros de la vida espiritual lo enseñan, y dicen que así como en un pergamino no se puede escribir si no está muy bien raído y quitado de la carne, así si nuestra ánima no está desarraigada y apartada de las aficiones que nacen de la carne, no está dispuesta para que el Señor escriba e imprima en ella su sabiduría y dones divinos. ¿A quién enseñará su sabiduría, dice el Profeta Isaías (28, 9), y a quién dará oídos y entendimiento para entender sus misterios? A los destetados de la leche y apartados de los pechos. Quiere decir: a los que por su amor se apartaren y destetaren de los regalos y placeres del mundo y de los apetitos y deseos de la carne. Quiere Dios quietud y reposo para entrar en nuestro corazón, y que haya mucha paz y sosiego en nuestra alma. Fijó su morada en la paz (Sal 75, 3).

Esto entendieron aún los filósofos gentiles, porque todos confiesan que nuestra ánima se hace sabia cuando está quieta y sosegada, que es cuando las pasiones y apetitos sensuales están mortificados y quietos porque en este tiempo no hay pasiones vehementes que con sus desordenados movimientos perturben la paz del ánima y cieguen los ojos de la razón, como lo hacen las pasiones cuando están alteradas; que eso es propio de la pasión, cegar la razón y disminuir la libertad de nuestro albedrío, como se ve en un hombre airado, que la ira parece que le hace perder el juicio y parecer furioso y frenético. Si le preguntáis: ¿cómo dijisteis o hicisteis aquello?, responde: no estaba en mí. Pero cuando las pasiones están mortificadas y sosegadas, el entendimiento queda claro para conocer lo bueno, y la voluntad más libre para abrazarlo, y de esta manera viene el hombre a hacerse sabio y virtuoso. Pues esta paz y quietud quiere también Dios nuestro Señor para reposar en el alma e infundir en ella su sabiduría y dones divinos. Y el medio para alcanzar esta paz es la mortificación de nuestras pasiones y apetitos desordenados, y así la llama Isaías (32, 17) fruto y efecto de la Justicia.

Declara esto muy bien San Agustín sobre aquello del Profeta: [La justicia y la paz se dieron ósculo], dice: Tú quieres la paz y no haces  justicia; haz justicia, y hallarás la paz; porque están tan unidas y abrazadas entre sí estas dos cosas, que no sabe andar la una sin la otra; y así, si no amares la justicia, no te amará a ti la paz, ni vendrá a ti. Con la guerra se alcanza la paz, y si no queréis tener guerra con vos mortificándoos, contradiciéndoos y venciéndoos, no alcanzaréis esta paz tan necesaria para la oración. ¿Quién más te impide y enoja, dice aquel Santo, que la afición de tu corazón no mortificada? Esas pasiones, esos apetitos e inclinaciones malas que tenéis, os desasosiegan y no os dejan entrar en la oración; eso es lo que os inquieta en ella, y lo que hace tanto ruido y estruendo en vuestra ánima, que os despierta de ese dulce sueño, o, por mejor decir, no os deja entrar ni reposar en él.

Cuando uno ha cenado demasiado, no puede dormir ni sosegar de noche, porque aquellas crudezas del estómago, y aquellos vapores gruesos que se levantan, le inquietan de tal manera, que le hacen estar toda la noche dando vuelcos de una parte a otra, sin poder sosegar. Eso mismo acontece en la oración. Tenemos muy pesado y cargado el corazón, porque el amor propio desordenado, la afición a cumplir nuestros apetitos, el deseo de ser tenidos y estimados, la gana grande que tenemos de que se cumpla nuestra voluntad, embarazan tanto el corazón, y levantan tantos vapores, y producen tantas y tales figuras y representaciones, que no nos dejan recoger ni tener el corazón fijo en Dios. De esta manera declaran aquello que dijo Cristo nuestro Redentor en el Evangelio (Lc., 21, 34): [Mirad por vosotros, no sea que vuestros corazones se carguen de glotonería y de embriaguez, y de los afanes de esta vida], que se entiende, no solamente de la embriaguez del vino, sino de las demás cosas del mundo, conforme a aquello del Profeta Isaías (51, 21): Oye, embriagada, y no de vino. Del corazón inmortificado sale una niebla oscura que impide y quita la presencia del Señor en nuestra alma. Y eso es lo que dice el Apóstol San Pablo (1 Cor., 2, 14): El hombre animal no percibe ni  entiende las cosas del Espíritu de Dios, porque son muy delicadas, y él está muy material y muy grosero, y así ha menester desbastarse y adelgazarse con la mortificación.

De aquí se entenderá la solución de una duda principal: ¿Qué es la causa que siendo la oración, por una parte tan suave y gustosa, porque orar es conversar y tratar con Dios, cuya conversación y trato no trae consigo amargura ni enfado alguno (Sab., 8, 16), sino grande gozo y alegría, y siéndonos, por otra parte, tan provechosa y necesaria, con todo eso se nos hace tan dificultosa y vamos con tanta pesadumbre a ella y hay tan pocos dados a la oración? Dice San Buenaventura: Hay algunos que están en la oración y ejercicios espirituales como por fuerza, como los cachorros que están atados a estaca. La causa de esto es la que vamos diciendo: la oración de suyo no es dificultosa, pero lo es, y mucho, la mortificación, que es la disposición necesaria para ella; y porque no tenemos esta disposición, por eso se nos hace tan pesada y dificultosa la oración. Como vemos acá en lo natural, que la dificultad no está en introducir la forma, sino en disponer el sujeto para ella. Si no, miradlo en un leño verde, la obra que pone el fuego para quitarle aquel verdor, la humareda que se levanta, qué de tiempo es menester hasta disponerle; pero dispuesto, en un instante se entra el fuego como en su casa, sin ninguna dificultad. Así es en nuestro propósito; la dificultad está en quitar el verdor de nuestras pasiones, en mortificar nuestros apetitos desordenados, en desarraigarnos y desaficionamos de las cosas de la tierra; que esto hecho, con gran facilidad y ligereza se iría el ánimo a Dios y gustaría de tratar y conversar con Él. 

Cada uno gusta de conversar y tratar con sus semejantes, y así el hombre mortificado, como ya se ha espiritualizado y hecho semejante a Dios con la mortificación, gusta de conversar y tratar con Dios, y Dios también gusta de conversar y tratar con él. (Prov 8, 31): [Mis delicias son tratar  con los hijos de los hombres]. Pero cuando uno está lleno de pasiones y de apetitos desordenados, y que tira de él la honrilla, la aficioncilla, el gusto, el entretenimiento y el regalo, ese tal siente mucha dificultad en tratar y conversar con Dios, porque le es muy desemejante en la condición, y gusta de tratar con sus semejantes, que es de cosas terrenas y bajas. (Oseas, 9, 10): [Se hicieron abominables como las cosas que amaron].

Decía uno de aquellos santos Padres: Así como cuando está turbia el agua es imposible que uno vea su rostro en ella, ni otra cosa alguna, así si no está el corazón purgado y purificado de las aficiones de la tierra que le turban e inquietan, y sosegado de vanos e impertinentes cuidados, no podrá ver en la oración el rostro de Dios, esto es, la profundidad de sus misterios, ni el Señor se le descubrirá. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). La oración es una vista espiritual de los misterios y obras divinas; y así como para ver bien con los ojos del cuerpo es menester tenerlos limpios y claros, así para vez bien las obras de Dios con los ojos del alma es menester tener limpio el corazón. 

Dice San Agustín sobre estas palabras: Si queréis ver y contemplar a Dios, tratad primero de limpiar el corazón y quitar de él todo lo que le desagrada.

El abad Isaac, como refiere Casiano, declaraba esto con una comparación. Decía que era en esto nuestra ánima como una pluma muy liviana, la cual, si no está mojada ni apegada con otra cosa, sino pura y limpia de toda bascosidad, con cualquier aire, por pequeño que sea, luego se levanta de la tierra y sube a lo alto, y anda volando y revoloteando por el aire; pero si está mojada o tiene pegada alguna bascosidad, aquel peso no la deja levantar ni subir a lo alto, sino antes la tiene soterrada y hundida en el cieno; así nuestra ánima, si está pura y limpia, luego se levanta y sube a Dios con la marca suave y ligera de la consideración y meditación; pero si está apegada y aficionada a las cosas de la tierra y cargada con pasiones y apetitos desordenados, ésos la agravan y tienen tan oprimida, que no la dejan levantar a las cosas del Cielo ni tener bien oración. Decía el santo abad Nilo: Si a Moisés se le prohibió llegar a la zarza hasta que se descalzase los zapatos, ¿cómo queréis vos llegar a ver a Dios y a tratar y conversar con Él lleno de pasiones y aficiones de cosas muertas?

En el libro cuarto de los Reyes tenernos un ejemplo que declara bien esta paz y sosiego que hemos de tener de nuestros afectos y pasiones para entrar en la oración y tratar con Dios. Cuenta la sagrada Escritura que yendo el rey de Israel Jorán, y Josafat, rey de Judá, y el rey de Édón a pelear contra el rey de Moab, caminando por el desierto, les faltó el agua y perecía de sed todo el ejército: fueron a consultar al Profeta Eliseo, y le dice el rey de Israel, que era malo e idólatra: ¿Qué es esto? ¿Cómo nos ha juntado aquí Dios a tres reyes para entregarnos a los moabitas? Responde Eliseo (2 Rey 3, 13): [¿Qué tengo yo que ver contigo? Anda, ve a los profetas de tu padre y de tu madre, vive el Señor de los ejércitos, en cuya presencia estoy, que si no respetara la presencia de Josafat, rey de Judá,  que no te hubiera atendido, ni aun siquiera mirado; mas ahora traed acá un tañedor de arpa]. Le reprendió con un celo y coraje santo, dándole en rostro con sus pecados e idolatrías; pero, al fin, por respeto al rey Josafat, que era bueno y santo, les quiso declarar las mercedes que el Señor les había de hacer en aquella jornada, dándoles luego abundancia de agua y después victoria de sus enemigos, sin embargo, porque con aquel coraje y celo, aunque santo, se había desasosegado y turbado algo, para quietarse y sosegarse, y así recibir la respuesta de Dios, manda que le traigan un músico, y venido, quieto y sosegado con la música, comienza a decir las maravillas que el Señor había de obrar con ellos. Pues si de una turbación buena y santa fue menester que el que era santo se quietase y sosegase para tratar con Dios y recibir su respuesta, ¿qué será d la turbación y desasosiego que no es santo, ni bueno, sino imperfecto y malo?

Cuanto a lo segundo, que la oración sea medio para alcanzar la mortificación, lo dijimos largamente tratando de la oración, y ése es también el fruto que hemos de sacar de ella; y la oración que no tiene por hermana y compañera la mortificación, la tienen los Santos por sospechosa; y con razón, porque así como para labrar el hierro no basta ablandarle con el calor de la fragua, si no acudimos con el golpe del martillo para darle la figura que queremos, así no basta ablandar nuestro corazón con el calor de la oración y devoción, si no acudimos con el martillo de la mortificación para labrar nuestra ánima, y quitarle los siniestros que tiene, y figurar en ella las virtudes que ha menester. Y para eso ha de ser la dulzura de la oración y la suavidad del amor de Dios, para facilitar el trabajo y dificultad que hay en la mortificación, y animarnos y esforzarnos con eso a negar nuestra voluntad y vencer nuestra mala condición. Y no hemos de parar en la oración hasta alcanzar con la gracia del Señor esta perfecta mortificación de nuestras pasiones, de que tanta necesidad tenemos, y que los Santos y toda la Escritura divina tanto nos encomiendan.

San Agustín, sobre aquello del Génesis (21, 8): Creció el niño Isaac y le destetaron, e hizo Abrahán un grande convite en el día que le destetaron, pregunta: ¿qué es la causa que cuenta la sagrada Escritura que nació el niño Isaac, aquel hijo tan prometido y deseado, en el cual habían de ser benditas todas las gentes, y no se hace fiesta en su nacimiento; y dice que le circuncidan al octavo día, que era como acá el día del bautismo solemne, y tampoco se hace fiesta; y después cuando le destetan, cuando ponen acíbar a los pechos de la madre y el niño llora porque le quitan la leche, entonces dice que hizo fiesta su padre, y banquete muy grande? ¿Qué quiere decir esto? Dice el Santo que es menester que lo refiramos a algún sentido espiritual para poder dar la solución; y que lo que nos quiere dar a entender en esto el Espíritu Santo, es que entonces ha de ser la fiesta y regocijo espiritual, cuando uno va creciendo y haciéndose varón perfecto, y ya no es de aquellos que dice el Apóstol (1 Cor 3, 2): como a niños os he dado leche y no manjar sólido. Y aplicándolo más, a nosotros, lo que nos quiere decir es que no es el gozo y regocijo de la Religión, ni de los superiores, que son nuestros padres espirituales, cuando nacéis en la Religión entrando en ella, ni cuando al cabo del noviciado os reciben en ella; sino cuando ven que os vais destetando y dejando de ser niño, y que ya no gustáis de los manjares y entretenimientos de los niños, sino que sabéis comer pan con corteza, y os pueden tratar como a hombre espiritual y mortificado.

Fuera de esto, tiene la oración otra trabazón y hermandad particular con la mortificación, que no solamente es medio para alcanzarla, sino ella misma en sí es grande mortificación de la carne. Así lo dice el Espíritu Santo por el Sabio (Eccli 31, 1): Las vigilias [y el cuidado de la virtud enflaquecen las carnes]; y en otra parte (Eccl 12, 12): La frecuente meditación y consideración maceran y amortiguan la carne. Y esto nos da también a entender la Escritura divina en aquella lucha que tuvo el patriarca Jacob con el ángel toda la noche, de la cual dice que quedó cojo (Gen 32, 24). Y por experiencia vemos que los que se dan mucho a estos ejercicios mentales andan flacos, descoloridos y enfermos, porque son una lima sorda que debilita y amortigua la carne y gasta las fuerzas y la salud. 

Y así por todas partes ayuda mucho la oración para la mortificación.

(tomado de "Ejercicios de perfección y virtudes cristianas" de Alonso Rodríguez)

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